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Confesiones de un lector

¿Por qué lees? ¿Qué encuentras en los libros? ¿Es bueno leer, es malo, es indiferente, un ejercicio que nos hace mejor, que nos convierte sutilmente en pérfidos malvados?

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...La respuesta a estas preguntas es muy simple: no tengo ninguna. Tan solo recuerdos que, como a Sinuhé, ante su tabla del desierto, me conducen, ahora, a otra más recoleta y confortable, la mesa de camilla, bajo la luz de un flexo. Allí, junto a mi madre, me veo, entretenido, tratando de deletrear, de unir unas silabas con otras, de desentrañar el significado una palabra, de una frase, con la satisfacción de un pequeño mago. En este detalle, en una precocidad lectora antes de pisar la escuela, algo bastante común entre gente conocida, creo que comienza todo. En este detalle y en una atracción casi innata hacia la letra impresa en todo tipo de papeles: en los tebeos, las revistas y periódicos, los libros.

El libro como fetiche

El libro como objeto, como fetiche, repartido por cada rincón de la casa, anunciando secretos tras la ilustración de una portada -aquellas policromías de Ediciones Calleja- capaz de mantenerme ensimismado durante horas. A unos niños les da por desarmar relojes, a otros por coleccionar insectos, por pintar los uniformes de los soldados de plomo. A mí, simplemente, me dio por saber qué misterio contenían los libros. Pero creo que otros factores, el tiempo y el lugar de mi infancia, tuvieron mucho que ver con mi afición a la lectura: los años que rodean a 1950 en un pequeño pueblo de la provincia, con sus inviernos largos y fríos, la ausencia de televisión, las dificultades, incluso, para escuchar los programas de la radio, un mundo que, salvo por los juegos veraniegos en la calle, se me antoja triste y aburrido. Tan solo el cine de los domingos brillaba como un faro poderoso para el entretenimiento. De haber existido la posibilidad de ver cine todos los días, no sé si hubiese desarrollado la costumbre, la pasión por los libros. ¿Una cuestión genética? Es probable, mi padre era un gran lector. Pero no creo que esto explique nada. De los cuatro niños de la casa, en idénticas circunstancias, solo yo me convertí en un ratón de biblioteca.

Un placer sensorial

En torno a las primeras lecturas mis recuerdos constituyen una verdadera nebulosa con aproximaciones a las novelas de El Coyote, de José Mallorquí, al Tarzan de E.R. Burrougsh, a policiacos de Edgar Wallace, y a una colección del semanario 7 fechas. Hasta el descubrimiento de Julio Verne. He aquí la auténtica epifanía: Verne y sus Dos años de vacaciones, el primer libro embriagador, absorbente, el descubrimiento del placer sensorial e intelectual que podían contener los libros a la hora de fabricar mundos inéditos, de crear identificaciones o hacer posible los sueños. Lo leí varias veces antes de adentrarme en buena parte de la obra del autor francés. Después, como solía ocurrir entre los niños de mi generación, le llegó la hora a Stevenson, Walter Scott, Zane Grey, Karl May, y una desordenada incursión por Agatha Christie, Conan Doyle y todo cuanto poseía el sabor de la aventura y el misterio o podía completar los universos entrevistos en el cine: Kipling, H. Ridder Haggar, H. G.Wells, Twain. A veces, pienso en los libros de aquellos años como un sucedáneo o complemento de las ensoñaciones del cine -o viceversa- en un estímulo constante para continuar leyendo.

Otra gran revelación tuvo lugar en plena adolescencia, durante el bachillerato, cuando sitúo la entrada en mi primera lectura adulta. Un compañero me recomendó la trilogía de José María Gironella sobre la Guerra Civil -Los cipreses creen en Dios, Un millón de muertos, Ha estallado la paz- y el universo de la aventura dio paso a una aproximación al conocimiento del tiempo en que vivía, de los secretos remotos de la familia, de aquella terrible contienda que había marcado la vida de mis contemporáneos y que explicaba muchas cosas de las que ocurrían a mi alrededor. Pero además aquella obra hablaba de otras cosas: del triunfo y el fracaso de unos personajes que, abandonando su condición de héroes o villanos impolutos, se mostraban tan próximos como los vecinos de la casa o la gente que te cruzabas por la calle; hablaba de temas prohibidos como el sexo y el adulterio; de conceptos desconocidos como el comunismo y el anarquismo; de la formación real de un joven y de sus sentimientos escondidos e inconfesables, los mismos que inquietaban mi espíritu. Las novelas de Gironella, como estímulo, abrían la puerta de los libros hacia el conocimiento de mi vida interior y de la realidad. Y ambas cosas, mi yo y la realidad, debían ser indagadas.

Una actividad sospechosa

El libro era, por lo tanto, como el cabo inicial del hilo de Ariadna para salir del laberinto. Y un libro conducía, necesariamente, a otro. Así viví una época obsesiva por conocer lo que había ocurrido en nuestra guerra civil dando paso a otras lecturas similares. No fue un fenómeno aislado. Me introduje en la juventud bajo el influjo de otros dos autores hoy casi olvidados: Alejandro Nuñez Alonso, con su pentalogía sobre el mundo de Benasur de Judea y los setenta primeros años de la era cristiana -lectura auténticamente febril y placentera- que me llevó al descubrimiento de la antigüedad clásica grecorromana, rastreando por las librerías y bibliotecas, y León Uris abriéndome los ojos sobre el Holocausto a través de Mila 18 y Éxodo, pórtico, a su vez, de un esfuerzo solitario y todavía autodidacta, por adentrarme en la historia reciente de Europa.

La pasión por la lectura, pienso, podía haberse visto atenuada aquí, o pasar tal vez a ocupar un lugar más discreto en la vida de un joven ya instalado en la ciudad, con mayores oportunidades de entretenimiento y dispersión, de relación social. Máxime si tenemos en cuenta que la lectura, en aquellos tiempos, no era una actividad juvenil tan valorada como el deporte, la práctica de la música y el baile o la inclinación hacia el mundo de los negocios para lograr una pequeña renta. Más bien todo lo contrario, la lectura era una actividad sospechosa. Pero la juventud es también la edad del amor por el riesgo y el peligro, por una necesidad de autoafirmación y el logro de una cierta distinción, de asentar la diferencia.

Y en esa encrucijada tuve suerte o la busqué en ese otro afán, compatible, por encontrar al semejante. Di con un grupo de amigos, igualmente apasionados por la lectura. El sentimiento de pertenencia a una especie de secta distinguida, hizo el resto. La pasión solitaria había encontrado a sus interlocutores. Y este encuentro tuvo lugar en un momento espléndido de la literatura, a medio camino entre las décadas de 1960 y 1970. Unos años en que el nuevo acicate para leer radicó en el descubrimiento de los aspectos formales de la escritura, de los esfuerzos experimentales e inventivos por superar el de los contenidos hipnóticos de la narración mediante nuevas formulas novedosas y arriesgadas capaces de ensanchar las sensaciones y enriquecer el espíritu. Años con Juan Rulfo y su Pedro Páramo, con Mario Vargas Llosa y Los cachorros, La ciudad y los perros, Conversación en la catedral, con García Márquez y Cien años de soledad, Alejo Carpentier y El siglo de las luces, Truman Capote y A sangre fría, Malcom Lowry y Bajo el volcán, Lampedusa y El gatopardo Cortazar y Rayuela.

El monopolio del saber

Este aluvión de obras y autores excepcionales, cuya nómina sería interminable, acompañado por la bonanza económica y el resurgir del libro de bolsillo, cayó como un maná sobre una generación inmersa todavía en la plenitud de una galaxia Gutenberg que parecía contener el monopolio del saber y la información, la fuente inagotable de placeres al alcance de los ojos. Solo la incorporación al mundo laboral, con las obligaciones de cumplir un horario productivo, manual o burocrático, amenazaba de nuevo la frecuencia enfermiza con los libros. Pero no fue este mi caso. De nuevo el azar, con la ayuda de la voluntad, me condujo a una profesión en la que iba a percibir un salario a cambio de continuar leyendo. Mi ingreso en la universidad como profesor de Historia Moderna, abrió otra fase de mi relación con los libros. Leer se planteaba como una actividad obligatoria estimulada por la necesidad moral de cumplir con eficacia las tareas docentes e investigadoras, por los legítimos deseos de promoción.

De lector caprichoso y desordenado, lúdico y egoísta, pasé a dejarme llevar por el sentido práctico de la lectura encaminada hacia la especialización: ese periodo histórico que va, convencionalmente de 1492 a 1789. Y de este modo la novela, la literatura de ficción, dio paso al ensayo, a las monografías y artículos ceñidos a una época, hasta que mi idea sobre la Historia cambio, dejó sus perfiles interpretativos más estrechos y se amplió a cuanto de verdad me interesaba: la comprensión global del hombre, de mis semejantes, en las coordenadas del espacio y el tiempo pasado. Fue el descubrimiento de obras como la de Fernand Braudel El Mediterráneo y el mundo mediterráneo en tiempos de Felipe II, como La historia de los heterodoxos españoles, de Menéndez Pelayo, el Erasmo y España de Marcel Bataillon, la Vida de Samuel Johnson de James Boswell, El proceso de civilización de Norbert Elias? y tantos otros libros asombrosos que, a sus cualidades analíticas unían el placer del sentido narrativo perdido en cientos de ensayos, tan necesarios, como farragosos. Fueron momentos luminosos que me llevaron a leer a Cervantes, a Quevedo y Garcilaso, a Feijoo, Cadalso y Jovellanos con increíble placer y curiosidad, como testigos impagables de una época con tanto o más valor testimonial que cualquier lista de precios y salarios o un tratado de política. Y de este modo, entre deber y obligación, regresé al territorio de la novela histórica, consciente de practicar una heterodoxia sin castigo, en contra de lo que deseaba el maldito de don Marcelino Menéndez Pelayo.

Encontrar el propio camino

Esto es, entrado ya en la inquietante edad madura, cuanto recuerdo o se me ocurre decir en torno a mi experiencia de lector. No encuentro ningún rasgo de excepcionalidad en ella. No sé si leer me ha convertido en mejor o peor persona. Si en los tiempos que corren debemos obligar a los niños a que lean como leímos o si será mejor que encuentren su propio camino hacia el saber y el placer en los sofisticados medios audiovisuales que este tiempo fabuloso ha puesto ante sus manos. Si alcanzan el grado de satisfacción en las pantallas luminosas, de pequeños conocimientos, que yo encontré leyendo Las crónicas marcianas de Ray Bradbury, La montaña mágica de Thomas, Mann, El cuarteto de Alejandría de Lawrence Durrell, la Trilogía de la frontera de Cormac McCarthy o cualquier libro de Borges, creo que podrían darse por satisfechos, porque tal vez se hayan acercado un poco a la felicidad. Pero cualquiera sabe a qué tipo de felicidad aspiran nuestros descendientes.

Ahora cuando cierro el libro de Enmanuel Carrere, El Reino, pienso que se cierra un círculo. Curiosamente esta novela habla de San Pablo de Tarso y su tiempo, el mismo que devoré en El hombre de Damasco perteneciente a la pentalogía, ya citada, de Alejandro Nuñez Alonso y que me mantuvo tantas noches en vela durante la adolescencia. Los libros son un misterio, pienso, volvieron loco al hombre de la Mancha y poseen extraños efectos secundarios. Muchas veces me sorprendo, inquieto, pensando a dónde demonios irán a parar todas las historias que he leído, cuando muera. Recientemente, esa imaginación fabulosa que anida en todo lector, me plantea una historia terrible, digna de Poe, ¿Cuál será el último libro que lea?

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