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«Essex... barco ballenero... Nantucket»

«Essex... barco ballenero... Nantucket»

Hace casi cuarenta inviernos, prestando quien esto firma el servicio militar obligatorio en el Arsenal de Ferrol, contábamos los marineros con unas tres horas vespertinas de libertad paseante, tras el canto de la Oración al Ocaso: «Tú que dispones de viento y mar, haces la calma, la tempestad. Ten de nosotros, Señor, piedad; piedad, Señor; Señor, piedad». Un tiempo para engolfarse en los bares con la mesura que siempre caracterizó a la marinería de cubierta, comer «lepantos» (filete, huevos y patatas fritas), intentar sin éxito alguno ligues u observar escaparates. Yo busqué un lugar donde no viese uniforme alguno y lo encontré: la biblioteca pública ferrolana. Y allí me esperaba Moby Dick. La historia de la ballena blanca (entonces nadie decía «cachalote»), del capitán Ahab y de aquel inicio tan promisorio y confianzudo («Llamadme Ismael») me había perseguido desde niño y aterrorizado en las estampas de las ediciones ilustradas y resumidas de la novela de Herman Melville o en los cines de barrio una y mil veces. Pero nunca la había leído completa hasta que aquel ocio de anochecer lo propiciara. Sentado en mucho silencio y en poca compañía, fui absorbiendo en unas cuantas sesiones cada página de las casi mil de que consta esa mezcla de historia marina, de simbolismo puro o asimbolismo máximo, de tronar bíblico, horror y desastre. Naturalmente, me hice adicto sin cura. Naturalmente, aplaudo con fervor que ahora se reedite en castellano En el corazón del mar. Naturalmente, celebro el estreno de la película basada en este libro de Nathaniel Philbrick (Boston, 1956), que promete efectos nunca vistos. Porque lo que ocurrió después de que la gigantesca ballena blanca hundiese el Pequod (el barco ficticio) y arrastrase a los abismos de la mar al horripilante capitán y a quienes acabaron por seguir su obsesión lo sabíamos. Pero ¿qué ocurrió con los marineros del Essex (el barco real en que se basa la narración de Melville) después de que el cachalote lo embistese por segunda vez y lo mandara a pique? Prepárense para «el horror, el horror», como hace decir Joseph Conrad a Kurtz en El corazón de las tinieblas.

El título completo, traduzo del inglés, es En el corazón del mar: la tragedia del ballenero Essex, aunque en ediciones anteriores en español (el libro es del año 2000) se lo subtitulase Una lucha a vida o muerte en el océano. Su autor ganó con él un puñado de premios y no menor respetabilidad en la isla de Nantucket, donde vive y de donde partió el Essex en 1819 con una eslora que no alcanzaba los treinta metros y veintiún hombres de la mar a bordo: el joven capitán George Pollard, de 28 años; el primer oficial Owen Chase, de solo 21; un segundo oficial, un camarero, la marinería, el grumete Nickerson, de 15 años, y tres arponeros. La idea era pescar o cazar (¿cómo debería decirse?) un buen número de cetáceos del Pacífico sur para regresar a puerto con buenos barriles de aceite y espermaceti para vender a la industria del jabón y otras grasas. Dos años y medio de navegación: solo doblar el Cabo de Hornos, por ejemplo, llevó un mes al Essex.

Y llegó el 20 de noviembre de 1820. Ya se las habían visto antes los marinos con problemas sin cuento y de verdad, pero ese día les embistió un cachalote gigantesco. Primero, les dio un empellón lateral, pareció desaparecer, pero surgió de nuevo por la proa del barco y, con una inteligencia increíble, arruinó la nave con un cabezazo de otro mundo que evitó la madera más dura y le abrió una vía de agua definitiva. Muchos de los marineros del Essex se hallaban en ese momento en los botes balleneros, arponeando piezas: los mismos botes que, por la catástrofe del barco, pasaron a mudarse en botes salvavidas. (Aquí acabaría Moby Dick).

Estaban los supervivientes a unos cuatro mil kilómetros (en medida terrestre, para entendernos) de la costa occidental de Sudamérica: sin aprovisionamiento debido, con poca agua, con alimento escaso, ni siquiera con tabaco, al que tan adictos eran. Más de tres meses habrían de pasar hasta que unos pocos terminasen ese descenso al horror vivos. La isla de Henderson, que encontraron casi de chiripa, pareció en principio una solución; pero apenas había agua en ella y los hambrientos náufragos esquilmaron las reservas del lugar en poco tiempo. Había que volver a las tinieblas del horror y tratar de ganar la costa americana. Solo tres marinos se negaron a volver al infierno y prefirieron quedarse en la isla: su suerte final la sabrá quien el libro leyere. De nuevo las tres balleneras salvavidas se hicieron a la mar, se acabaron dispersando por más que intentaran permanecer juntas, y la muerte se hizo presente. Los primeros cadáveres fueron arrojados al agua. Pero ¿por qué no aprovechar como alimento la carne de los que poco a poco iban cayendo entre espantosos sufrimientos?

Así se hizo: canibalismo puro. Pero, paso siguiente, ¿qué hacer si nadie se moría por sed o hambre o locura? ¿Dejar que llegase la extinción total de los hombres del Essex mirándose unos a otros? No. Mediante sorteos, se elegía quién debía morir y quién debía matarlo. Asesinato y canibalismo por necesidad imperiosa, dictaban las leyes de la mar. Siete compañeros. Cuando el mercante Indian se acercó al costado de la ballenera en que navegaba Chase, el otrora digno primer oficial, reducido ya a una piel que albergaba huesos, solo puedo balbucir: «Essex? barco ballenero?Nantucket».

Fue un hijo de Chase precisamente quien contó a Melville la historia de tan horripilante navegación, de mayor calado que la sufrida por el capitán Bligh cuando fuera obligado a abandonar la Bounty tras la rebelión a bordo. En 1851, saldría a la venta Moby Dick, la narración de parte de lo que acabo de contarles más la historia de «Mocha Dick», el cachalote albino que vivía en el Pacífico y que se convirtió en mito, leyenda y espanto de navegantes. Nathaniel Philbrick lo sabe todo del asunto. Por los relatos escritos de Chase y del grumete, por los millares de páginas que los historiadores le dedicaron, porque vive a diario con el recuerdo del Essex: es una especie de Ahab bienhumorado pero igual de obsesivo.

El libro no se puede dejar de leer, un tremendo gozo lector, trufado (o avivado) por el pánico de lo que aquellos hombres hubieron de vivir. «Era un enorme cachalote, el mayor que habían visto hasta ahora, un macho de unos veintiséis metros de longitud, según calcularon, y alrededor de ochenta toneladas de peso. Se encontraba a menos de cincuenta brazas [unos 90 metros], tan cerca que pudieron ver que su gigantesca cabeza cuadrada estaba llena de cicatrices y miraba en dirección al barco». Que todavía haya gente que dice detestar la lectura será un misterio que me acompañará hasta la tumba.

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