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En busca del reino

El Reino (Anagrama, 2015) la última novela de Enmanuel Carrère (París, 1957) es un ejercicio literario que, probablemente, no sea apto para todo tipo de lector. Y no porque haya sido elaborado mediante una prosa experimental, plagada de esas complicaciones expresivas que suelen atragantarse al público adicto a las narraciones más convencionales. Todo lo contrario. El Reino está escrito con un lenguaje sencillo, directo, no exento de brillantez, recurriendo a un cuidado estilo periodístico en el que no falta la ironía o determinadas notas de humor que sorprenden, a veces, por un desparpajo casi vulgar o descacharrante. La dificultad que entraña esta novela radica en su tema, en el asunto que, en estos tiempos de incredulidad religiosa y secularización cultural, aborda dos cuestiones que parecen haber perdido interés: la crisis espiritual de un hombre que abrazó con fuerza el catolicismo en su juventud, y el intento por acercarse al epicentro de su conversión revisando el cristianismo en esa época de claroscuros que fue la de la Iglesia primitiva. La crisis espiritual, pertenece a la propia biografía del escritor y ocupa la primera parte del libro. La segunda, la más extensa, hace referencia a la historia de Pablo de Tarso y de Lucas el evangelista, y se funda, por lo tanto, en el tercero de los Evangelios, las Epístolas y Los hechos de los Apóstoles. En ocasiones, en la narración, exégesis, y especulaciones sobre estos sucesos históricos -o legendarios- aparece de nuevo la figura de Carrère, introduciendo las preocupaciones religiosas, existenciales o intelectuales que planteó en el pórtico de esta obra. Adentrarse en ella, por lo tanto, no es fácil.

Desde que abandonamos la cultura del «nacional-catolicismo» que nos impuso a machamartillo el franquismo, materias como la Historia Sagrada, la propia Historia de la Iglesia, con sus elementos básicos dogmaticos y doctrinales, quedaron fuera de los programas académicos y cuanto constituía un lecho de referencias culturales que nos acompañó desde muchos siglos atrás, conformando una parte fundamental de la historia del mundo occidental, acabó por convertirse en un enigma para las últimas generaciones. Seguir a Carrère en su apasionante intento de comprender cuanto ocurrió en su conversión y abandono de la fe, y en cuanto hay de verdad, mito, leyenda o pura invención en los textos sagrados para tratar de aclarar sus inquietudes, es una tarea complicada si no se conocen esas claves perdidas, no sabemos si para bien o para mal. Incluso cuando el autor recurre a las fuentes clásicas -Flavio Josefo, Tácito, Suetonio- o al auxilio de explicaciones digresivas más recientes -Renan, Gogol, Dostoyevski, Philip K. Dick, Mel Gibson o las páginas de Internet- el resultado es un cúmulo tal de ideas y sensaciones, que obliga a llenar de pausas la lectura para intentar asimilar un pensamiento lleno de hallazgos estimulantes, que hunde sus raíces en cuanto ocurrió en el siglo I de nuestra era.

El Reino, a pesar de cuanto puedan sugerir estas líneas, no es en modo alguno un libro religioso, o menos todavía, piadoso, ni siquiera un libro histórico. Autobiografía, realidad, ficción, especulación lógica, arriesgada, en ocasiones, se funden en un todo para componer un ejercicio intelectual de muchos quilates que intenta aproximarse a lo incomprensible: a la religión elaborada por un hombre nacido de una virgen, que murió crucificado y resucitó de entre los muertos; una religión apenas si esbozada en sus fuentes primigenias -los Evangelios- y que se convirtió en universal siguiendo las pautas de una parábola narrada a gentes simples de la época: «El Reino de Dios es semejante a un minúsculo grano de mostaza que un hombre arrojó a su jardín. Germina sin ruido, sin que nadie lo vea, y después crece y se convierte en un árbol grande y las aves del cielo anidan en sus ramas". En resumen, El Reino, aunque ofrecerá dificultades a los lectores que fueron privados de su mitología, no debe echar para atrás a los espíritus curiosos que saben que un buen libro -y este lo es en todas sus vertientes- es tan solo el principio de ese otro árbol frondoso donde viven los pájaros que custodian el conocimiento.

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