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Barthes, enamorado

A cien años de su nacimiento y treinta y cinco de su muerte, se publica en catalán el libro más deslumbrante del autor

El amor, huelga decirlo, es un ilimitado espacio retórico. Sin ánimo de ponerle límites, Roland Barthes (1915-1980) dedicó dos intensos años de docencia y escritura a cartografiarlo en busca de su sujeto. Fue en un seminario impartido en la Escuela Práctica de Altos Estudios de París, que dio como fruto la publicación en 1977 de los Fragments d'un discours amoureux. El libro fue un inmediato éxito de ventas, tuvo alguna adaptación teatral y se tradujo a varios idiomas, incluido el castellano (Siglo XXI, 1982). Junto a La cámara lúcida -un insólito ensayo sobre fotografía y duelo, publicado el mismo año de su muerte- este apasionado texto, escurridizo a las clasificaciones, es leído aún por los académicos de manual como el giro poético de un semiólogo estructuralista; la puesta de largo literaria de quien años atrás habría proclamado la muerte del autor. Muy al contrario: la obra culminaba una larga y coherente trayectoria teórica. Crítica y verdad, su combativa declaración de principios literarios de 1966, y La antigua retórica de 1970, una minuciosa y apasionada apología de la «máquina retórica» clásica, constituyen el mejor intertexto de este libro fragmentario.

Para Barthes como para buena parte de la teoría literaria de la segunda mitad del siglo xx, incluido el grupo «salvaje» de la revista Tel Quel, la retórica proporcionaba argumentos incontestables contra la verborrea psicologista e historicista de la vieja crítica. Pero sobre todo descubría la tierra firme para una subjetividad libre de las ilusiones de la autoconciencia. Desbordando el orden moral de la narración y el epistemológico de la lingüística, el impredecible orden retórico desvela las estructuras que se recortan en el incesante tráfago de acciones y lenguajes: figuras del discurso que son como «el gest del cos capturat en acció», según la elegante traducción catalana de esta última edición de los Fragments. Pocos discursos como el erótico testimonian la condición textual, plural y móvil del individuo que habla y escribe. El sujeto -cuerpo y lenguaje- de la experiencia amorosa se reconoce en una red de tópicos: lugares que son comunes porque ya han sido vistos, leídos, y a cuyos límites se acomoda, casi sin saberlo, su decir solitario.

El parloteo inacabable, que Barthes siguiendo a su estimado Ignacio de Loyola llamaba locuela, «forma emfática del discursejar amorós», es siempre alocución hacia un otro que se ama, pero que, en soledad, comparece como el desdoblamiento del sujeto y su lenguaje: «sóc jo al davant del meu propi teatre», donde «es produeix un gaudir de la paraula desdoblada, redoblada». Es comprensible cuestionar el estatuto de este lenguaje teórico en torno a lo erótico-retórico, cuando, como el propio Barthes observó, el discurso sobre el discurso amoroso no se distingue verdaderamente del discurso amoroso. La pregunta apunta al centro mismo de un pensamiento literario que subordinó sus propuestas metodológicas a una perspectiva operatoria: la incansable descripción de las acciones, los conceptos y hasta los gestos involucrados en la escritura literaria e incorporados por la propia escritura crítica.

El texto es el mejor campo quirúrgico para desplegar estas operaciones que entrelazan al lector-profesor con el escritor-enamorado. El primer sujeto reconstruye al segundo con una tópica que, dispuesta en orden alfabético, destruye la lógica narrativa: la locuela, el abismarse, el fastidio, el contacto, la ternura, el suicidio, y así hasta ochenta figuras encabezadas por una frase breve, un argumento inacabado cuyo principio activo «no és el que diu sinó el que articula». Frases que rumia el enamorado y se reconocen en las evocaciones y paráfrasis de Platón, Schubert, Sarduy, Ignacio, Sade, Flaubert, Nietzsche? Por encima de las referencias relumbra el Werther; por debajo se esconde Lacan, el custodio subterráneo de un espacio erótico que, trenzado entre la necesidad y la demanda, es también un espacio de neurosis. Si las aventuras semiológicas de Barthes tocaban al texto como objeto de deseo, las incursiones retóricas de los Fragments cercan al deseo como objeto del texto.

Sólo un disciplinado lector como él podía hacerlo sin la menor sombra de narcisismo. Consciente de lo imposible de una escritura de sí, el discurso del profesor-enamorado revela la paradoja de una escritura a un tiempo afásica y prolija, esforzada inútilmente por dirigirse al otro que la desborda: «saber que aquestes coses que escriuré no farán mai que m'estimi l'altre al qual jo m'estimo, saber que l'escriptura no compensa res, que no sublima res, que és precisament allà on no hi ets: aquest és el començament de l'escriptura».

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