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El aguinaldo y Danny Kaye en technicolor

Desconozco si en la actualidad se continúa prodigando la costumbre del aguinaldo, aquella propina anual que recibían los niños por la Navidad, tras cumplir con el ritual de la visita a los abuelos y parientes más próximos para exhibir la ropa nueva, desear felicidad y soportar los besuqueos y pellizcos monjiles de las tías solteronas. Pero el aguinaldo era una costumbre estupenda. Una fuente de ingresos importante para materializar los modestos sueños y deseos de una infancia menos acostumbrada que la de hoy a regalos y agasajos. Con el producto del aguinaldo uno podía comprarse, por ejemplo, un par de Almanaques de tebeo que eran unos ejemplares extraordinarios donde tus héroes preferidos -El guerrero del antifaz o El capitán Trueno- interrumpían sus hazañas cotidianas para vivir alguna aventura completa que venía acompañada por una miscelánea de historietas ambientadas en las fiestas del pavo y el turrón. Se podía ir a la Feria -a los Caballitos, como decíamos en Alicante- y, por supuesto, todavía quedaba algo para asistir al mayor espectáculo del mundo: el cine. El cine, no solo por la tarde, sino por la mañana, en aquellas sesiones «Matinales» que combinaban los dibujos animados con los cortometrajes del celuloide rancio que fueron la prehistoria del cinematógrafo y que, con las andanzas de Charlot o de Jaimito, de Pamplinas o Harold Lloyd, todavía arrancaban risas y carcajadas en la gente menuda.

Yo recuerdo estas cosas y la magia del technicolor en aquellas sesiones vesperales que se iniciaban justo después del cocido navideño, corriendo hacia la cola del cine con el bolsillo lleno de peladillas y castañas. El technicolor era un regalo tan importante como el aguinaldo, un obsequio, pensaba yo, que los empresarios exhibidores concedían a los fieles espectadores en fechas tan señaladas, para romper la monotonía de una vida en blanco y negro que discurría tanto dentro como fuera de la pantalla. Y a ese recuerdo de la excepcionalidad de una película en technicolor, multiplicando la fascinación propia del cine, se une siempre la figura de un actor enloquecido y gesticulante, un tipo pelirrojo e histriónico que cantaba y bailaba, que era capaz de recitar un estribillo con 54 nombres propios en 38 segundos y que solía llevarnos a los escenarios más exóticos del mundo desde Oriente hasta Occidente iluminados por el prodigio de la policromía: Danny Kaye. Ese era su nombre. Un príncipe del technicolor.

Danny Kaye (Nueva York, 1913- Los Ángeles, 1987), actor polifacético, formado en la escuela del cabaret y el vodevil americano, gozó de enorme fama durante las décadas de 1940 y 1950, tras ser tutelado y lanzado al estrellato por aquel lince que fue Samuel Goldwin. En Estados Unidos Danny Kaye fue un ídolo incontestable que fue galardonado con un Oscar Honorifico, obtuvo un Globo de Oro y recibió la Medalla Presidencial por su contribución a las artes escénicas. En Inglaterra desataba pasiones en el público, en la casa real e incluso en el corazón de Lawrence Olivier que, según cuentan, a punto estuvo de cambiar su amor por el de su compañera de entonces, la hermosa Vivian Leigh. Francia reconoció sus méritos otorgándole la Legión de Honor y el mundo civilizado le premió con el nombramiento de Embajador de UNICEF. Pero sobre todo Danny Kaye era un tipo divertido, algo plasta en su comicidad, que se coló en las pantallas de la infancia gracias a una serie de comedias divertidas destinadas a un público heterogéneo deseoso de evasión y entretenimiento. La vida secreta de Walter Mitty (Norman Z. McLeod, 1947) junto a otra pelirroja incendiaría, Virginia Mayo, fue uno de sus éxitos más destacados, contando la historia, precisamente, de un hombrecillo rutinario que escapaba de la realidad gracias a su portentosa imaginación. Nace una canción (1948), remake en clave musical de Howard Hawks de su Bola de fuego, repitiendo pareja con la Mayo, le consagró ante la taquilla, acompañándonos hasta la adolescencia, con aquella cursilada que fue Navidades blancas (Michael Curtiz, 1954) y con disparates como Un gramo de locura (M. Frank y N. Panamá, 1954) y Loco por el circo, con la bellísima Pier Angeli y dirigida por el excelente coreógrafo Michael Kidd. Yo convido a los jóvenes cinéfilos a ver estas películas, discretas, entretenidas, porque forman una parte muy sería de la historia del cine, esa parte que ayuda a entender las ilusiones de nuestros antepasados más recientes, de esas señoras y señores que hicieron posible los programas dobles, las salas como catedrales y que, estos días, están en los retratos del aparador, ocultos por la rama de muérdago y el platillo de los polvorones. Nuestra gente, chicos, nosotros mismos.

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