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Renoir y la marsellesa

Los atentados del 13 de noviembre han rescatado de la rutina protocolaria este canto general

En 1792, semanas antes del asalto a Las Tullerías por parte del Tercer Estado, en plena efervescencia de la Revolución Francesa, un oficial del ejército galo destinado en Estrasburgo, compuso, en una noche de inspiración, el Canto de guerra del ejército del Rin para animar a las tropas en la lucha que se avecinaba contra Prusia. Stefan Zweig, en un libro memorable que leímos durante nuestra juventud, Momentos estelares de la Humanidad, describió los pormenores de esta composición que, el día del asalto a Las Tullerías -símbolo del poder monárquico- entonó, sin que sepamos bien la razón, un batallón de marselleses que había llegado hasta París para defender los principios de la Revolución. Y, de este modo, el «Canto de guerra» pasó a llamarse La Marsellesa, el cántico que, con el paso del tiempo, se convirtió no solo en el Himno Nacional Francés, sino en algo más, en una suerte de himno sin fronteras para exaltar los valores de la libertad, la igualdad y la fraternidad. El cine, a lo largo de su historia, ha plasmado en incontables ocasiones, el significado emocional, emblemático e identitario de esta canción que, en el escenario de la vida real, reaparece como un torrente cuando la libertad se ve amenazada por la opresión y la barbarie. Los recientes atentados del 13 de noviembre de este año, en París, han rescatado de la rutina protocolaria este canto general que, de modo espontáneo, arrancó en los vomitorios del Estadio de los Príncipes parisino, tras un partido de fútbol -Francia-Alemania- que pudo elevar el número de víctimas de la reciente tragedia.

El cine y la vida, como siempre. O viceversa. ¿Qué cinéfilo no recordó, estos días, la interpretación masiva de La Marsellesa en otro partido de fútbol, mientras Sylvester Stallone aguardaba el lanzamiento de un penalti que podía dar la victoria a un equipo de militares nazis, contra otro formado por prisioneros aliados durante la Segunda Guerra Mundial? El suceso, basado en hechos reales, narrado por John Huston en Evasión o victoria (1981) como la emocionante interpretación del himno, más conocida, en el café de Rick en Casablanca (Michael Curtiz, 1942) son otros momentos estelares, en este caso del séptimo arte, que se han grabado con poderosa fuerza afectiva en la memoria del espectador. Ambos filmes, por motivos diferentes, todavía se encuentran presentes en la conciencia del público. Pero la memoria flaquea en ocasiones. De no ser así no andaríamos con el tema de su recuperación y tras el logro de su más claro propósito, la Justicia histórica.

En el cine ocurre lo mismo. El cine generacional de blockbusters, ideal para el entretenimiento de los jóvenes, suele borrar el recuerdo de los clásicos. Los clásicos están ayunos de justicia. Y entre estos se encuentra Jean Renoir (Paris, 1894-California, 1979), el cineasta que, a través de tres películas imprescindibles, grabó con más fuerza e intención la interpretación de este himno. En La gran ilusión (1937) lo hizo por primera vez en una escena imborrable ambientada en un campo de prisioneros aliados durante la Primera Guerra Mundial, controlado por los alemanes. En el marco de una fiesta que los prisioneros organizan para mantener alta la moral. Un soldado británico, disfrazado de mujer, canta una canción frívola hasta el momento en que escucha decir a los guardianes que Francia ha obtenido una victoria militar. Acto seguido, el soldado, se desprende de la peluca y entona La Marsellesa que no tarda en ser secundada por todos los prisioneros puestos en pie. En 1938, Renoir volvió sobre el asunto en la película coral La Marsellesa, un fresco didáctico, magistral, incluso con su aire panfletario, en el que la anécdota del viaje del batallón marsellés hacia París, portando el himno como una antorcha, sirve de pretexto para contar la Revolución Francesa y homenajear al Frente Popular que subvencionó parte del filme. Años después en 1943, Renoir volvió a utilizar los acordes de La Marsellesa en otra película cargada de fuerza emotiva contra la opresión nazi: Esta tierra es mía. La escena final es sobrecogedora. Charles Laughton, un tímido profesor francés, a punto de ser arrestado, lee a sus alumnos la Declaración de los Derechos del Hombre. Los alemanes irrumpen en el aula y se lo llevan. A continuación la maestra (Mauren O´Hara) sube a la tarima y sigue leyendo la Declaración, mientras sus palabras se funden con la música que en 1792 compuso un oficial francés que marchaba al frente del Rin. Las vueltas que ha dado La Marsellesa. Y que no pare.

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