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Imaginando el cine total

En la primera mitad del siglo XX, escritores, directores y pintores imaginaron el cine del futuro

Imaginando el cine total

Fue Edgar Morin quien en El cine o el hombre imaginario (1956) sugirió la posibilidad de reconstruir esta serie de ilusiones cinematográficas que encarnaban lo que Bazin denominó el «mito del cine total». En la distopía Un mundo feliz (1932), el escritor Aldous Huxley imaginó una dictadura hedonista, donde todos sus habitantes estaban obligados a ser felices y experimentar placer. La condena a una felicidad, inducida artificialmente a través del condicionamiento psicológico y las drogas (soma), permitía a sus gobernantes extirpar la libertad y la racionalidad de los ciudadanos. Para potenciar este clima de euforia perpetua en el que viven alienadamente los habitantes de este mundo feliz, el ocio y el consumo cumplen también un papel importante que gestionan los «ingenieros emocionales». Huxley describe un cine, denominado sensorama, donde se acude «a ver y a palpar» porque lograr reproducir en el espectador todos los sentidos experimentados por los protagonistas: «un filme que despertaba la sensibilidad, doblado sintéticamente, en color y estereoscópico, con acompañamiento sincronizado de órgano de perfumes». El espectador se convierte en pura sensibilidad cuando fija su mirada en la pantalla, posa sus manos en los «pomos metálicos de los brazos de la butaca» e inhala los aromas fílmicos.

Un mundo feliz -cuya adaptación a serie televisiva podría producirla próximamente Steven Spielberg- anticipa así algunos de los avances tecnológicos del cine actual, como el color y el 3D. Pero, además, podría considerarse que vislumbra un cine de fácil consumo, con argumentos simples y finales felices -con «el último beso estereoscópico» concluye la proyección en el sensorama-, y que busca la absoluta identificación sensitiva y emocional con el personaje para evitar, así, cualquier atisbo de reflexión crítica en el espectador.

Años después, uno de los maestros de la ciencia-ficción, Ray Bradbury, fabuló un extraño cine sensitivo y mental en el relato La pradera incluido en El hombre ilustrado (1951). Un matrimonio decide instalar en las paredes de la habitación de sus hijos un sistema de imágenes tridimensionales, con sonido y olores, capaz de proyectar los pensamientos de los niños: «una película suprasensible en tres dimensiones, y otra película detrás de los muros de cristal que registra las ondas mentales». La mente proyecta las imágenes pensadas sobre las paredes de una habitación que tienen odorófonos y altavoces. Toda la casa se encuentra automatizada para que la familia esté exenta de labores domésticas. Por lo que las inquietantes paredes vivientes de los niños fueron pensadas para combatir el aburrimiento. Pero pronto sus padres se dieron cuentan de que sus hijos «viven para el cuarto», absortos en la vivencia e interacción con sus paisajes mentales. Y aunque se suponía que «el cuarto les saca de sus neurosis y tiene una influencia favorable», un psiquiatra les advierte del peligro que supone encauzar en esas extrañas paredes ««los pensamientos destructores de los niños...». Cuando leí por primera vez este relato, recordé lo que me sucedió un día siendo niño. Ese día no fui al colegio porque me encontraba enfermo. Estaba en la cama con mucha fiebre y, de repente, empecé a delirar pues tuve la sensación de que las imágenes (posters, recortes de revistas, fotografías) que atiborraban las paredes de mi cuarto cobraban vida. Fue una sensación ambivalente: angustiosa y placentera. Como la lectura de este relato. Ray Bradbury escribió, en un prólogo de 1997 a El hombre ilustrado, que La pradera anticipa en cuarenta años la realidad virtual. El argumento de la materialización de los pensamientos aparecerá también en el cine de Tarkovski (Stalker y Solaris).

En España el espíritu de las vanguardias trajo también varios sueños de cine total. Curiosamente, unos años antes de que Huxley escribiera Un mundo feliz, Salvador Dalí le escribió a Buñuel que había imaginado un cine táctil donde los espectadores podrían experimentar con sus manos las diferentes texturas en función del tipo de trama contemplada en la pantalla. El sueño del cine táctil fue también reclamado, e incluso experimentado, por el cineasta vanguardista Val del Omar, quien también ensayó nuevas formas de exhibición cinematográfica, como el «desbordamiento apanorámico» del espacio de proyección de la pantalla al suelo y paredes de la sala de cine.

Precursor de esta estela vanguardista, Ramón Gómez de la Serna imaginó en la novela Cinelandia (1923) un sistema donde los espíritus de los espectadores, mientras duermen, son absorbidos por la máquina de proyección de imágenes que les hace así vivir un sueño compartido:

«La invención del nuevo cinematógrafo tendrá por base el traspasar la inmovilidad del espectador (?) En esa película transportadora se producirá el sueño vidente de los espectadores y se les llevará por los vericuetos del verdadero paisaje y del verdadero argumento (?) Los espectadores entrarán por el embudo caleolítico (...) Habrá tres entreactos para que se despejen la imaginaciones transportadas de los espectadores (...) De nuevo la máquina de proyecciones reales devolverá el bulto de las cosas a los espíritus succionados por el cono proyector (?) Al espectador de ese cinematógrafo porvenirista le quedará siempre el recuerdo mucho más vivo que el de los sueños y que el de las proyecciones representadas sobre la pantalla antigua».

La novela La invención de Morel (1940) de Bioy Casares radicaliza el mito del cine total, al concebir un artilugio capaz de inmortalizar a una serie de personas que viven eternamente, como imagen, en una isla. Un mundo desdoblado y poblado de fantasmas, más allá de la muerte. Y es que, como escribiera Edgar Morin, "el cinematógrafo total es una variante la inmortalidad imaginaria. ¿No es en esta fuente común, imagen, reflejo, sombra, donde está el refugio primero y último contra la muerte?».

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