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¿Un nuevo Edward Munch?

La opinión que nos formamos sobre un artista procede de lo que sobre él leemos aquí y allá, de lo que nos cuentan o dicen los diarios. Veinte años atrás, la palabra de los críticos tenía una gran importancia en este aspecto. Eran ellos quienes imponían las modas y consagraban los nombres. En la actualidad, los críticos no importan prácticamente nada y su papel ha sido ocupado por los grandes marchantes, las subastas de arte y los curadores. Los medios de comunicación se encargan de propagar las noticias que elaboran y producen estas personas. Es una tarea subalterna, pero de una gran importancia a la hora de la difusión. Lo que dice la prensa, la radio, la televisión, contribuye a crear esa imagen del artista que nos lleva a admirarlo o a relegarlo en un segundo plano.

Ni siquiera los artistas consagrados se libran de estos vaivenes. Constantemente, aparecen nuevas formas de admirar su obra, o se revalorizan aspectos a los que no se les prestaba atención o verdad y cuánto de operación orquestada en estos cambios porque el mundo del arte está distorsionado por el mercado, por el precio que alcanzan las obras. Ni siquiera los museos escapan de esa tendencia. Hace tiempo que los museos dejaron de ser los lugares donde se guardaban las obras para su exposición y estudio. Hoy, sus directores deben procurar que sean rentables, es decir, que los visite un público numeroso; para ello, deben renovarlos, proponer novedades que atraigan la atención sobre sus fondos.

En septiembre de 1969, Natalia Ginzburg publicó en la prensa un artículo, El grito, donde comentaba la obra de Edward Munch. «Me he enterado -escribía la novelista italiana- de que Munch pintó sus mejores cuadros entre los veinte y los cuarenta años, más tarde, después de un intento de suicidio, fue internado en un manicomio, cuando salió estaba curado, vivió todavía muchísimos años (murió viejo) pero pintó cuadros estúpidos; la angustia era su única fuente de inspiración, ahogada la angustia, se apagó en él también la grandeza creativa. Entre sus últimos cuadros hay uno que no me parece que tenga interés pictórico alguno pero que puede tener interés psicológico, y desde este punto de vista revela -aunque no lo exprese poética o pictóricamente- una condición humana completamente gris y miserable: la angustia ahogada y domesticada, que ya no tiene fuerza para gritar ni para hablar, que simplemente dice "Buenas tardes" con la voz ronca y débil de los enfermos que se han recuperado de un delirio».

Estos días, puede verse en Madrid, en el museo Thyssen, una exposición sobre Munch, lo que ha dado ocasión para que los periódicos se ocupen profusamente del pintor. En las crónicas, se insiste, como era de esperar, en el Munch atormentado de El grito y de las mujeres vampiras. Pero se abre paso la idea de que existe un Munch distinto al que la crítica había estudiado. Andrea Aguilar escribe en Babelia que «la sobrevaloración del peso de su biografía en el arte de Munch es uno de los mitos que empiezan a caer. Aunque en su biografía se pueda rastrear -y allí resida- el interés que tuvo por determinados temas (como la enfermedad o los celos), su plasmación a lo largo de cinco décadas escapa a los márgenes de esta estrecha lectura. Otro mito que ha caído es que su obra posterior a la década de 1890 no valía realmente la pena».

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