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El otro lado de Orson Welles

Con motivo del centenario del nacimiento de Orson Welles, aparecen dos libros esenciales para adentrarse en el lado menos conocido del autor de "Ciudadano Kane

El otro lado de Orson Welles

Welles, el genio precoz. El niño de diez años que fue capaz de adaptar, dirigir e interpretar Doctor Jeckyll y Mr. Hyde. El joven que hizo temblar los corazones de los oyentes norteamericanos al creer que estaban siendo invadidos por extraterrestres. El cineasta de 25 años que deslumbró con Ciudadano Kane. Todo lo que vino después fueron aplazamientos y decepciones. «He pasado la mayor parte de mi vida tratando de hacer películas», confesó. A pesar de perder el control sobre los guiones y montajes, todavía pudo levantar grandes películas. La personalidad enigmática y desbordante de Welles, como la de Kane, nos sigue persiguiendo cien años después de su nacimiento.

En los años 60 y principios de los 70 Orson Welles y Peter Bogdanovich mantuvieron una serie de conversaciones sobre el mundo artístico que había creado el primero. A Welles le resultaba muy difícil encontrar financiación para sus proyectos. Hollywood le había cerrado las puertas hacía ya muchos años, por lo que tuvo que rodar en Europa algunas de sus últimas películas. El cineasta Bogdanovich era entonces una promesa del Nuevo Hollywood, que conocería el éxito efímero con películas como La última sesión (1971) o ¿Qué me pasa, doctor? (1972). Pero Bogdanovich era y es, sobre todo, un cinéfilo que realizó una serie de crónicas y entrevistas a las figuras más emblemáticas de Hollywood, como John Ford, Fritz Lang, Howard Hawks o Alfred Hitchcock.

This is Orson Welles, que es como se tituló en su versión original, es un libro escrito a cuatro manos, ya que tanto Orson como Peter se encargaron de revisar y corregir las transcripciones de sus conversaciones que ocupan más de veinticinco horas. Intercalaron entre ellas, además, valiosos documentos como cartas, críticas o artículos de prensa. El libro, sin embargo, no llegó a publicarse en Estados Unidos hasta 1992, siete años después de la muerte de Welles. Lo editó el crítico Jonathan Rosenbaum, añadiendo al final de cada capítulo una serie de notas que permite al lector contextualizar y profundizar en algunas de las referencias de autores y películas aludidas en los diálogos. Las razones para no publicar el libro fueron varias: Bogdanovich se arruinó tanto con algunas de sus películas que le llegaron a embargar todo el material relacionado con Welles; por otra parte, el director de Sed de mal aplazó en varias ocasiones su publicación porque durante mucho tiempo albergó la esperanza de escribir una autobiografía, cosa que no llegaría a suceder nunca.

Durante muchos años circuló por Hollywood la leyenda de que existían unas cintas donde el joven cineasta Henry Jaglom había registrado sus conversaciones en un restaurante con Welles durante los tres últimos años de su vida. Tras acumular polvo durante casi treinta años, Peter Biskind ha logrado ahora trascribir estas conversaciones, que son mucho más espontáneas y ácidas que las de Bogdanovich. Se muestra el lado más humano y contradictorio de Welles. Dice Biskind que «Jaglom recogió a Welles del suelo, le quitó el polvo, lo limpió, le sacó brillo y blanqueó su leyenda». Hizo todo lo posible por impulsar los proyectos cinematográficos que no encontraban financiación y le animó a escribir nuevos guiones. Pero en esos almuerzos Welles también disparó contra todos, empezando por el propio Bogdanovich: no sólo por sus ínfulas intelectualistas, que detestaba, sino por no haberle ayudado cuando mayor poder tenía en el nuevo Hollywood.

El libro de Bogdanovich destila humor y melancolía. Orson se burla en ocasiones de la perseverancia con que le interroga Peter sobre determinadas cuestiones. Pero sobre gran parte de sus más de cuatrocientas páginas sobrevuela el sueño frustrado de Welles por sacar adelante su último gran proyecto cinematográfico: El otro lado del viento. Película en la que trabajó durante los últimos años de su vida y que cuenta, mediante una serie de entrevistas realizadas también por Bogdanovich, el balance que hace de su carrera un cineasta en su vejez, interpretado por John Huston. Con lo cual el libro y esta despedida del cine serían, en cierto modo, vasos comunicantes de una misma idea. Welles creía que las dos edades más fértiles para la creatividad eran la juventud y la vejez. Entre ambas, la mediocridad. Él había hecho Ciudadano Kane con 25 años y pretendía despedirse del cine con otra gran película:

«El enemigo de la vida es la mediana edad. La juventud y la vejez son los mejores tiempos, debemos conservar la edad provecta como un tesoro y considerar genial la capacidad de funcionar en la edad anciana (?) no librarnos de las personas ancianas».

Ciudadano Welles está salpicado de brillantes reflexiones sobre la imagen («Lo que la cámara hace? es fotografiar pensamientos»); los tipos de plano (su preferencia por el plano secuencia, la profundidad de campo que aprendió de Ford y que incrementa la «ambigüedad» de lo contemplado, al conferir mayor libertad visual al espectador o su recelo ante el uso del primer plano); su debilidad por la digresión (quizá lo mejor de su películas, según Peter); la temática subyacente («algo que me gusta mucho en las películas: la búsqueda de la clave de algo» o «lo que el poder hace al hombre»). Pero lo esencial en su cine es la atmósfera o tonalidad que envuelve sus imágenes. Esa tesitura invisible remite a la «nostalgia del paraíso»: el trineo de la infancia para Kane, el último paseo a casa con el que finaliza El cuarto mandamiento, el ocaso del esplendor en Campanadas a medianoche o el mundo de las caballerías en Don Quijote. De modo que podemos considerar que el «Rosebud» que atraviesa la filmografía de Welles sería la pérdida de la inocencia. «Evocar una nostalgia» ante el tiempo que se fue, el «perdido edén»: esto es, según Bogdanovich, «lo que nos obsesiona en su obra». Welles lo explica así:

«El que la imaginación del hombre sea capaz de crear el mito de un tiempo pasado más abierto y más generoso no es un signo de nuestra locura. Cada país tiene su Merrie England, su Arcadia feliz, una época de inocencia, una mañana brillante de rocío en el mundo pasado».

Amados y odiados

Su relación con otros cineastas y la valoración de su obra cinematográfica es otro de los temas recurrentes en las perseverantes preguntas de Peter y en cuyas respuestas Orson se muestra incómodo y evasivo. Welles confiesa que aprendió el oficio del cine viendo todas las noches durante un mes La diligencia (John Ford); su relación escasamente cordial con Chaplin, a quien le escribió el guión de Monsieur Verdoux; de entre los clásicos, su admiración por Jean Renoir, Lang, Murnau, Flaherty, Lubitsch, René Clair o Victor Sjöstrom. De Antonioni dice que le aburre, de Godard valora su actitud «anárquica y nihilista», de Fellini prefiere Los inútiles a La dolce vita, de Bergman destaca El séptimo sello y en Pasolini ve una mezcla de «talento y demencia». En el libro de Jaglom la lista de fobias y filias se amplía: en la primera figuran Spencer Tracy, Bogart, Hawks, von Stenberg y Woody Allen; y, entre los amados, Capra, Harold Lloyd, Keaton, von Stroheim y Kubrick.

Las anécdotas sobre el rodaje de algunas de sus películas más conocidas se suceden a lo largo de las páginas de estos libros. Las presiones del lobby de Hearst y de la censura casi lograron destruir los negativos de Ciudadano Kane antes de su estreno. Cuando acabó la primera proyección ante el censor, que era un católico irlandés, Welles dejó caer cerca de él un rosario que había metido en su bolsillo, resultando así providencial para salvarla de la quema. La mutilación en el montaje de El cuarto mandamiento impidió deleitarnos con un asombroso plano secuencia en la escena del baile. De La dama de Shanghái aborrece Welles la primera secuencia del parque y cree que la mejor escena es la de la casa de la risa y no la de los espejos, como pensamos muchos. Para el personaje de Arkadin, dice que se inspiró en Stalin (!). De Sed de mal prefiere la escena del piso del mejicano al célebre plano secuencia de apertura. De Fraude dice que inaugura una nueva forma de hacer cine.

Welles también se muestra muy escéptico sobre la enseñanza del cine a los directores pues cree que se centra excesivamente en los aspectos técnicos e historiográficos de este arte. Frente a esta especialización, Welles destaca la importancia del bagaje vital y cultural que alienta la mirada del cineasta: «Una película es y tiene que ser un reflejo de la entera cultura del hombre que la hace, de su educación, su conocimiento humano, su capacidad de comprensión. Todo esto es lo que informa una película». Lo mismo podría decirse de un cuadro, un edificio o un libro. Pero para no caer en ese falso academicismo, el director debe cristalizar en la película su ideología estética y moral sin aspavientos retóricos innecesarios, hasta el punto de hacer invisible su discurso.

En el último tramo del libro de Bogdanovich aflora una de las conversaciones más interesantes acerca de cómo valorar una película. Welles desprecia el intelectualismo académico que pone todo su «énfasis sobre el artista» en lugar de la propia obra. Ello se debe al «concepto egocéntrico, romántico y propio del siglo XIX», según el cual, «el artista es más interesante e importante que su arte». Y en el caso del cine tal vez esté latente en esta discusión la influencia que tuvo la llamada «política de los autores» de los cahieristas que idolatraba al cineasta como auténtico demiurgo. Bogadanovich no es ajeno a esta influencia y Welles lo sabe, llegando incluso a cuestionar este libro de entrevistas: «lo que yo discuto es el propósito global de un libro como éste». Y claro, siendo honestos, ello pondría en cuestión estas mismas líneas que ahora estás leyendo. Pero mientras la cinefilia siga siendo una enfermedad incurable, tal vez tengamos que seguir aferrándonos a esa otra nostalgia de lo vivido frente a la pantalla. La nostalgia del espectador es la de aquel que sabe que difícilmente revivirá la felicidad contemplada porque su mirada será ya otra. Por eso, ante ciertos cineastas, como Welles o Kubrick, resulta imposible liberarse de ese hechizo.

Por tanto estamos ante dos libros que harán las delicias de cualquier amante del cine y del arte en general, con independencia del conocimiento o de la admiración que se tenga por la obra de Welles. Ocurre, en cierta manera, lo mismo que con las conversaciones entre Truffaut y Hitchcock, que se han convertido en una obra esencial para entender lo que es el cine. El mito Orson Welles sigue vivo: hace dos años se encontró una copia de una película que se creía perdida, Two much Johnson (1938), que era «una imitación de una comedia de cine mudo». Y somos muchos los que esperamos que algún día pueda llegar a estrenarse El otro lado del viento. Y más después de haber leído estas sabrosas digresiones sobre el otro lado del mundo de Welles. Tal vez tuviese razón Peter Biskind al afirmar que «el mismo Welles fue en realidad su mejor película, la más grande».

Filmografía soñada y aplazada

Si un escritor se define por los libros que no llegó a escribir, a un cineasta le sucede lo mismo con las películas que no llegó a filmar. En el caso de Welles algunas fueron escritas y otras parcialmente rodadas y montadas. Además de El otro lado del viento, en ambos libros se citan varios ejemplos: «una película sobre los grandes días del cine mudo» que habría de ser un homenaje a Griffith; una versión de La Biblia codirigida junto a Bresson y Fellini, o una adaptación de El rey Lear, su obra favorita de Shakespeare; The dreamers, un guión basado en dos relatos de Isak Dinensen; su versión de Don Quijote en la España franquista, de la que Jesús Franco estrenó un controvertido montaje en 1992; o el guión de The Big Brass Ring, que habría de ser una crónica política de la Norteamérica de finales del siglo pasado. Hasta el último día de su vida Welles siguió trabajando en esa filmografía soñada. La noche del 10 de octubre de 1985, tras un ataque de corazón, moría Welles. Cuando lo encontraron en su cama, las manos de Orson sujetaban su máquina de escribir.

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