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Cincuenta años, doce campanadas

Si Orson Welles (Wisconsin, 1915- Hollywood, 1985) hubiese llegado a cumplir los cien años que este mes de octubre se conmemoran por su nacimiento, probablemente andaría falto de dinero, rebosante de ideas y proyectos, cruzando de un lado a otro el Atlántico cargado con latas de celuloide con fragmentos de películas y carpetas repletas de guiones. Estaría cumpliendo la maldición de algunos tipos geniales: su conversión en un viajante de ilusiones, amado y respetado por muchos, detestado y temido por otros, tratando de colar su ilusionante mercancía a clientes recelosos. Desde su éxito inicial en Ciudadano Kane (1941) y el fracaso de su segunda película -El cuarto mandamiento (1942)- la vida de este niño grande, imaginativo, ególatra, brusco, sensible y vulnerable, se convirtió casi en el espejo de la deotro cineasta enorme, Erich von Stroheim: en un terror para la industria del cine a causa de su leyenda negra. Una leyenda fundada en la paradoja de hacer obras de arte que no proporcionaban la rentabilidad que había supuesto su financiación, alimentada por un conjunto de medio verdades y mentiras relativas a su carácter caprichoso y autodestructivo y a un miedo a terminar sus películas por equiparar su final con la muerte. Como Stroheim, Welles, tuvo que sobrevivir convirtiéndose en actor secundario de lujo y, más versátil, en vendedor de entrevistas para la TV, protagonista de anuncios, asesor y guionista, y un montón de cosas más en una vida irregular de cineasta e intelectual trotamundos.

La filmografía canónica de Welles como realizador puede revisarse durante las noches de una semana o el día y medio de un diletante jubilata. A los dos filmes citados se unen: El extraño (1945), La dama de Shanghay (1947), Macbeth (1947), Otelo (1952), Mr. Arkadin (1955), Sed de mal (1957), El proceso (1962), Campanadas a medianoche (1965), Una historia inmortal (1968) y Fraude (1973). No hay ninguna pieza que no sea un filme de interés más que notable y, la mayor parte de ellos, se ha convertido en obra de referencia fundamental en la historia del cine. En ella se plasman tanto los méritos de un narrador brillante e innovador, como su idea en torno al llamado «cine de autor» en el que el director, como el novelista armado de su pluma, debía convertirse en el imposible único creador de sus historias. Una aspiración que Welles intentó llevar a feliz término involucrándose en la escritura del guión, produciendo, interpretando, si era posible, y controlando las últimas tareas de la edición en la sala de montaje, donde, afirmaba, que ese era el lugar donde, en realidad, se hacían las películas.

El cronista es un apasionado seguidor de Welles. Y como en este año de 2015 -¡dioses, como pasa el tiempo¡- se cumplen 50 años de la realización de Campanadas a medianoche en nuestro país, gracias, en buena parte, a las pesetas del productor Emiliano Piedra, pues nada mejor que recomendar una nueva visión de este auténtico manual de cine. Campanadas? es la síntesis más completa de Welles en la pantalla. Por un lado asume su amor por el mundo de Shakespeare ensayando la historia de Falstaff a partir de Enrique IV, Enrique V y el aire festivo de Las alegres comadres de Windsor. Falstaff, el viejo y orondo pícaro, epicúreo y sablista, asume ciertos rasgos de Welles en el momento en que rodó la película. Como el príncipe Hall, discípulo y cómplice en tropelías e ilusiones, representa, al cabo, la traición al maestro generoso y confiado que lo dio todo y se vio abandonado por la monarquía, o lo que es lo mismo, por la industria. Desde otra perspectiva Campanadas? es un compendio de virtuosismos técnicos: magnifica puesta en escena, festival de ángulos de cámara, fuerza visual creativa en las composiciones y encuadres, y un montaje trepidante que estalla como un castillo de fuegos artificiales en los diez minutos que dura la batalla de Shrewsbury, todo un ejemplo de pericia técnica contra la limitación de presupuesto. Y por encima de todo es un escaparate del gran tema del cine wellesiano: el paso implacable del tiempo, los estragos de la vejez y la decadencia. Es una película para verla con los colegas al lado del fuego, metiéndose en la piel de Falstaff y sus bribones compañeros -Shallow, Silence y Pistol- para evocar los «días que vivimos» y las muchas veces que en la posada de Mrs.Quickly, o en un lugar parecido, escuchamos, achispados y felices, las campanadas a medianoche.

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