Información

Información

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Amor en conserva

Viejos a la carrera

Asumir sin eufemismos que uno ya es un vejestorio no ocurre todos los días

Cuando este articulillo aparezca ante los ojos del lector, su autor habrá cumplido la friolera de setenta años y, posiblemente, tras las copas de la celebración, se encuentre en la Uci reponiéndose del susto. Colarse de cabeza en la «tercera edad», hacerse, de verdad, «mayor», o asumir sin eufemismos que uno ya es un vejestorio, no ocurre todos los días. Y no valen zarandajas en torno a «la edad solo está en la cabeza», «las esperanzas de vida se han prolongado», «la medicina adelanta que es una barbaridad» o «somos un porcentaje tan elevado de la población que el futuro del país está en nuestros votos» y que, por esta razón, lo mismo que se crean autobuses para llevar a los animalillos, nos podrían poner un mogollón de líneas para llevarnos y traernos a casa, todos los viernes, después del tardeo. No creemos en brujas. Cumplir los setenta años es como haber subido a la cima del Everest y preguntarle al serpha «muy bien, colega ¿y ahora, qué, bajas tú primero?».

Hechas estas consideraciones, el cine del que deseamos hablar este mes, es el «cine con y sobre ancianos». Pero no del cine serio y honorable -siempre algo cenizo- que reflexiona sobre los estragos de la edad, la soledad del artrítico de fondo o las cataplasmas del atónito buenismo social que no sabe qué hacer con el rebaño. Desde que Manolo Summers con Del rosa al amarillo (1963), hasta Alexander Paine (Nebraska, 2013), pasando por Mark Rydell (En el estanque dorado, 1981) o David Lynch (Una historia verdadera, 1999), las películas con abueletes y abueletas, pese a sus buenas intenciones, nos han puesto el corazón en un puño, y nos hecho salir de la sala pensando si estábamos al corriente en el pago del recibo de El Ocaso.

El cine que hoy proponemos a los contemporáneos y a los curiosos adolescentes, es el de los viejos a la carrera, una visión gamberra y optimista de los últimos días de Pompeya antes de que estalle el Vesubio. Pura dinamita para prender la mecha de la adrenalina y prepararse un cóctel de viagra. Para ello nada mejor que comenzar por La extraña pareja, otra vez (Howard Deutch, 1998) con un viaje desmadrado de Walter Matthau y Jack Lemon por la America profunda demostrando que se puede jugar a ser Jack Kerouak y quemar la vida cuando se tiene más conocimiento y sentido del humor que toda la generación beat ardiendo en sus penalidades. Buen aperitivo para adentrarse en Dos viejos gruñones (Donald Petrie, 1993) y Dos viejos gruñones II (Howard Deuthc, 1995) donde los dos excelentes actores comparten historia de celos y amoríos nada más y nada menos que con Ann Magret y Sofia Loren, tan hermosas y vitales, a los sesenta tacos, como cuando bailaban con Elvis y Mastroiani. Y como postre fino y delicado sobre el asunto, dos estupendos platos británicos: ¡Tierra a la vista! (Marta Stephen y Aaron Katz, 2014) con Paul Eenhom y Earl L Nelson viajando por Islandia, con mas comedimiento pero con el mismo espíritu que los hijos de Billy Wilder, y Le Week-end (Roger Michel, 2013), la sutil y aguda visión sobre un matrimonio que se adentra en la vejez y desea volver a Paris, donde paso su luna de miel. El gran Jim Broadbent y la no menos genial Lindsay Duncam bordan una historia repleta de humor y de ironía que, si como en la cinta anterior, no proporciona un chute de Martini en la vena, tampoco nos sumerge en esa melancolía que a partir de los setenta uno intenta evitar, no incluyéndola ni siquiera en el testamento.A sí están las cosas. Y para cuando salga de la Uci, una sesión interminable en honor a las amigas, poniéndonos la serie completa de Las chicas de oro. Un menda pone las copas y el botellón de suero.

Lo último en INF+

Compartir el artículo

stats