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Viaje de ida y vuelta a las estrellas

Eleanor Catton ha sido la ganadora más joven del Man Booker Prize con su primera novela, Las luminarias

Cuando a Eleanor Catton le preguntaron qué opinaba de haber sido la ganadora más joven del Man Booker Prize con Las luminarias, la autora neozelandesa no recurrió a la falsa modestia ni tampoco se reivindicó con orgullo. Se limitó a señalar que la competición y batir récords son cosas relativas al deporte, y aprovechó para lamentar que hoy en día los premios tengan tanto peso como la crítica. No se trataba de una pose, ya que la autora usó parte del premio -que en total ronda el millón de libras- en crear una beca para escritores noveles. Con estos antecedentes, sumados a su magnífica primera novela, la predisposición ante Las luminarias no puede ser sino buena.

Es difícil elegir por dónde abordar esta novela, que tiene rasgos de proeza literaria. De entrada, cuenta con veinte personajes principales, de los cuales uno de ellos está muerto y, como resulta previsible, es la piedra de toque de todos los demás. La narración se inicia a mitad de historia, con una reunión miscelánea de doce hombres en un hotel de Hokitika, una población neozelandesa en plena fiebre del oro en el siglo XIX. El motivo que les ha llevado allí, en apariencia, es el intento de suicidio de una prostituta, sin duda la más cotizada de la localidad, intoxicándose con opio. A este bíblico número de conjurados se les une por puro azar, los números y su simbología son cruciales en la trama, un mesías, superviviente del último naufragio en su traicionera costa. Este personaje, Walter Moody, es durante gran parte de las 800 páginas los ojos del lector, y el recurso narrativo resulta tremendamente efectivo para conseguir ensamblar tantas piezas y tramas.

A partir de aquí, la narración se dispara hacia el pasado y el futuro, para ir desvelando los deseos y pulsiones de cada uno de los personajes, cuánto tienen que ganar y perder y la inmensa red de secretos que se teje entre ellos. Se suceden los encuentros entre ellos, y se mueven como fichas de ajedrez en un tablero sin reglas, ocultando y mostrando las partes de una historia que parece clara en un momento, y tres párrafos más allá ha dado la vuelta. Casi podría decirse que se trata de veinte pequeñas novelas a las que se les ha hurtado la introducción y el desenlace, para mostrarnos la parte esencial de la vida de cada uno de los personajes: desde el alcaide dispuesto a construir su cárcel antes de las elecciones hasta los buscadores de oro chinos atados de por vida a contratos con minas improductivas, pasando por adivinas de cartón piedra o contrabandistas de opio.

La médula de la historia, la excusa para seguir leyendo, está partida en al menos tres focos. Por un lado, hay una historia de amor, que no se desvela hasta bien avanzada la trama, y que no alcanza un peso verdadero hasta el último tercio del libro. Por otro, hay un misterio, un misterio trazado con los elementos canónicos de la novela negra, con una caterva de sospechosos con móviles y oportunidad, un McGuffin disparatado y una resolución sagaz. Por último, Las luminarias es también una historia de venganza o de venganzas, movidas en este caso por la sangre familiar. Cuando lean esta historia de capítulos menguantes -cada uno tiene exactamente la mitad de extensión que el anterior- tengan a mano un mapa del cielo nocturno y trazarán, como los personajes, su hueco en el firmamento infinito.

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