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Filósofo de la contingencia

Aparece una excelente biografía sobre el perfil intelectual, político y sentimental de Ortega

Filósofo de la contingencia

No resulta fácil escribir una biografía de Ortega que sea crítica, sin caer en la hagiografía pero tampoco en el ajuste de cuentas descalificador. Jordi Gracia lo ha logrado construyendo un absorbente relato de su vida que incluye luces y sombras. Ni entusiasta de la democracia ni apólogo del fascismo. Ofrece su biografía un diálogo permanente con sus textos (10.000 páginas componen sus obras completas) en un tono didáctico y, en ocasiones, irónico. Y aunque su autor confiesa al final de su libro la sensación de no haber revelado la intimidad de Ortega, lo cierto es que ha sabido rastrear indicios de ella en la correspondencia del filósofo (especialmente la que mantuvo con la traductora alemana, Helene Weyl, recientemente traducida al castellano). Aunque abarca la totalidad de su vida, lo mejor de la biografía se halla, en mi opinión, en los primeros treinta años de vida de Ortega, donde brilla la descripción su entorno cultural y político, sobre todo en sus años de formación. Dice Gracia que después «el tiempo se acelera» pero también su libro que despacha en poco más de 100 páginas -en una obra de más de 600- los casi 20 años que le quedan por vivir a Ortega tras el inicio de la Guerra Civil.

De los años de formación del filósofo el biógrafo destaca tres autores que marcaron su trayectoria: Navarro Ledesma, Giner de los Ríos y Unamuno. El más decisivo como maestro, afectiva e intelectualmente, fue Navarro Ledesma. Aunque tal vez algo idealizada la relación debido a su temprana muerte (al igual que le sucediera a Montaigne con su querido La Boétie). Su amistad con Giner de los Ríos fue diferente pues más que un amigo confidente fue para él un referente cultural: «no es el hombre próximo, sino el hombre icónico de una España posible», impulsada e inspirada en diferentes empresas regeneracionistas, como la Junta de Ampliación de Estudios, la Residencia de Estudiantes o su propia Revista de Occidente. Y Unamuno fue el fecundo adversario intelectual e ideológico sin el que sería posible entender muchas de sus obras e iniciativas culturales.

Empapado de socialismo cultural, Ortega llega a considerar a Pablo Iglesias como uno de los dos «santos laicos», junto a Giner. Aunque se halla más próximo a Lasalle que a Marx, Ortega escribe entonces que el «sistema de la revolución» es mejor que «la revolución sin sistema» y que, a fin de cuentas, «todas las revoluciones son justas». Neokantiano socialista con tentaciones místicas aprendidas de Spinoza y Renan, ve en Cataluña la promesa de regeneración española -como también la vio en el ruralismo o en la "redención de las provincias»- frente a la decrepitud ética y política de Madrid, capital de la Restauración. Su precoz liderazgo generacional en la Liga de Educación Política Española (1914) y su posterior decepción con Melquíades Álvarez, su inicial reacción tibia ante la Dictadura de Primo de Rivera (frente al enérgico rechazo de Unamuno o Eduardo Ortega, su hermano) o el paso de la euforia al desencanto de la II República son algunos de los episodios políticos que jalonan la trayectoria descrita en el libro.

Esos años de aprendizaje son inseparables de la historia del periodismo español del que Ortega juega un papel importante: primero en el diario familiar El Imparcial, que abandona por desavenencias ideológicas y generacionales (siendo el dueño su abuelo materno y el director su padre), luego en Europa, en España (que será plataforma cultural y política de la Generación del 14) para consagrarse, finalmente, de la mano de Nicolás Urgoiti en El Sol, donde aparecerán publicadas gran parte de sus ensayos y cursos universitarios.

Gracia describe las sucesivas «neurosis de anticipación» que sufrió Ortega ante autores que glosaban los mismos temas que él había descubierto muchos años antes: Spengler, Scheler y, sobre todo, la aparición de Heidegger que marcó una línea fronteriza en su obra y en su vida. Al filósofo español le sucedió como a su admirado Renan, cuya filosofía muchos consideraban mera literatura. Abordaba los mismos temas e inquietudes pero no los sometía al tratado sistemático sino que los dejaba discurrir libres por los meandros del ensayo. El drama de Ortega se inicia cuando se lanza hacía la persecución de un «sistema de la razón vital», cuando siente insuficiente la extraordinaria descripción ensayística de la vida en torno, cuando el aire sugestivo y disperso de sus ensayos da paso a la búsqueda imposible del tratado sistemático. Ortega huyó de sí mismo y trató de «inventar a un nuevo Ortega», más filósofo y menos ensayista. De esa «frustración mal digerida» surge la «automitografía» de Ortega y los «ortegajos» de los que hablaban Martín Gaite y Sánchez Ferlosio.

El biógrafo presenta a Ortega como «filósofo de la contingencia», alejado tanto del positivismo como del idealismo, cultivador «heterodoxo» de una fenomenología vitalista. Coincido con Gracia y Gaós, entre otros, en que lo mejor de su filosofía se halla en los ensayos que componen Meditaciones del Quijote y las tres primeras entregas de El Espectador, que, además, forman una unidad de pensamiento y estilo. Archivos ambulantes de la efusividad intelectual, los llama atinadamente el biógrafo. ¿Por qué se empeñó Ortega en reescribir y reinterpretar estas obras en una clave filosófica más profunda y radical? Hay una carta de Ortega a Victoria Ocampo, citada en la biografía, que expresa, en mi opinión, la clave de su pensamiento al que luego, dentro del laberinto ontológico, renunciaría: «deformar la trivialidad de las cosas que la vida arroja a nuestros pies para hacerlas nacer a una vida nueva, danzante y rítmica».

Lleva razón Gracia al calificar gran parte de la obra de Ortega como «un mapa potencial de un iceberg que nunca emergió». Pero ahí reside el placer de completar el pensamiento, sumergiéndose en lo no mostrado pero insinuado con tanto poder de seducción. Al menos para este lector que no se cansa de volver a Ortega.

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