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Sin fe pero con ilusión

Una particular disección de Interestellar y Magia a la luz de la luna

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Séptimo Arte

La película de Christopher Nolan narra un viaje espacial y temporal a través de agujeros negros y de gusano. Las naves, que surcan el espacio en busca de un hogar que reemplace a nuestro planeta enfermo, son filmadas con una extraordinaria sensibilidad visual, transmitiendo, en ocasiones, serenidad y, en otros momentos, inquietud. Pero ni el sólido pulso narrativo ni la estética le resultan suficientes a su cineasta (o a su productor) que busca la complicidad del espectador apelando a sus creencias. Y así las interesantes paradojas temporales se acaban disolviendo en un esforzado acto de fe. La ciencia, viene a decir la película, posee unos límites en su afán de conocer la realidad que sólo lo sobrenatural puede dotar de sentido. Dios, el amor o cualquier variación mística new age son los recursos trascendentes para hacer soportables las incertidumbres existenciales y cósmicas.

Es verdad que el cine de ciencia-ficción bordea a veces el terreno metafísico. Pero no siempre es el umbral trascendente el que acaba imponiéndose en este género. Algunas de las películas más fascinantes de ciencia-ficción surgieron de la capacidad del director de transformar el mundo futuro imaginado en un universo poético: pensemos en Solaris (Tarkovski, 1972), en el final -no el impuesto por la productora- de Blade Runner (Ridley Scott, 1982) o en la reciente Moon (Duncan Jones, 2009). Y aunque no fueron pocos los significados metafísicos desde los que se interpretó el monolito de 2001, una odisea en el espacio (1968), lo cierto es que la película de Kubrick planteaba más preguntas que respuestas: una sinfonía visual y acústica donde el símbolo poético vence cualquier significado racional o religioso que se le quiera atribuir. Esa indeterminación confiere un tono enigmático a la película. Algo que no sucede en Interstellar por culpa, especialmente, de un innecesario epílogo empeñado en explicar las fascinantes imágenes anteriores. Si en Origen (2010), Nolan pretendía interpretar los sueños filmados, aquí el cineasta busca en los confines del universo una esencia sobrenatural.

En la última película de Allen asistimos al enfrentamiento cómico entre escepticismo y fe. Esta temática esotérica ya había despuntado en otras obras anteriores: Alice (1990), La maldición del escorpión de jade (2001), Scoop (2006) o Conocerás al hombre de tus sueños (2010). Su protagonista, interpretado por Colin Firth, es un insólito mago para quien la magia no es más que una serie de trucos invisibles al público. Reparte su tiempo entre espectáculos de magia e investigaciones para descubrir a impostores que convierten la superstición fingida en un negocio opulento. Escéptico y racionalista, el mago se dedica a desenmascarar a los traficantes de supersticiones. Enemigo del dogmatismo espiritualista que emana de la religión, la magia o el amor, muy pronto descubrimos que su actitud positivista le hace insensible a cualquier tipo de valor que no sea reducible a hechos empíricos y contrastables.

Pero Woody Allen, a diferencia de Nolan, no se limita a establecer la dualidad entre hechos materiales y valores espirituales. En su reflexión final, de la mano de Nietzsche, el cineasta se pregunta por qué nos engañamos creyendo aquello que sabemos que no es cierto. Allen se distancia así del pesimismo de Schopenhauer que había alimentado a sus protagonistas cinematográficos, desde Annie Hall (1977) hasta Si la cosa funciona (2009). La vida ha dejado de ser un péndulo oscilante entre el tedio y la angustia. Ahora la vida teje ilusiones para olvidar el devenir que somos. La ficción que creamos oculta la incertidumbre y la soledad. Justamente porque la vida nos resultaría insoportable sin imaginación ni olvido, desplegamos una serie de ficciones para ser en el mundo. «La realidad mata, la ficción salva» repite una y otra vez Javier Cercas en su última novela El impostor. La cuestión no es tanto mentir o no mentir, sino ser conscientes de por qué, a veces, necesitamos mentirnos. En Sobre verdad y mentira en sentido extramoral Nietzsche escribe: «El hombre mismo tiene una invencible inclinación a dejarse engañar y está como hechizado por la felicidad cuando el rapsoda le narra cuentos épicos como si fueran verdades». Esto sería lo que diferenciaría al ilusionista escéptico -cuya duda no le impide imaginar- del simple creyente, que se limita a creer en la magia, en Dios o en cualquier fenómeno sobrenatural como única manera de hacer frente a los sinsabores del vivir. Si en el arte nos prestamos a un juego efímero de ilusiones, en la religión la fe busca un sentido redentor y permanente. Promesa de felicidad momentánea frente a promesa de eternidad.

Tal vez en el cine no haya más fe que la tenemos en esa sucesión de imágenes en la oscuridad. Creemos temporalmente en algo ausente, pues no otra cosa es la imagen. Aceptamos voluntariamente como espectadores suspender provisionalmente la incredulidad para sumergirnos en un mundo de ilusión. Esa lucidez del espectador es la que permite no confundir ambos mundos, cuestionando lo sobrenatural pero sin renunciar a la imaginación. Para que la vida sea algo más que hechos y algo menos que una fe que nos aleje de ella.

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