Información

Información

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Palabras que llenan el vacío de una imagen

Hombre-cine u hombre-libro tienen algo en común: no narran una historia, sino que la viven

En los años 70, Carrière conoció en Praga a un «hombre-cine», que había memorizado muchísimas películas prohibidas en su país, y que había podido ver en el extranjero. Así la gente lo invitaba a su casa y, después de cenar, les contaba la película sin olvidar una sola escena ni diálogo. El día que Jean-Claude estuvo en su casa pudo escuchar su relato de El discreto encanto de la burguesía. Como los hombres-libro de la célebre distopía de Ray Bradbury.

En su novela La contadora de películas, Hernán Rivera Letelier narra la historia de una niña, María Margarita, capaz de evocar todas las películas que ve en el cine. La idea del escritor chileno está inspirada en la historia de una persona que conoció un amigo suyo. Como su familia es muy pobre, su padre -que había tenido un accidente y no podía caminar- determina que sea sólo uno de sus hijos quien acuda al cine y luego le cuente al resto de la familia lo que ha visto. Para averiguar quién posee el mayor talento narrativo, organiza un concurso y permite que cada semana sea uno de sus cinco hijos quien vaya al cine para proyectarla después con palabras. Cuando le llega el turno a la pequeña María Margarita, con diez años de edad, su familia queda deslumbrada ante su don tan extraordinario. Así cuenta como iniciaba el extraño ritual:

«Yo llegaba del cine, me tomaba una taza de té rapidito (que ya me tenían preparada) y comenzaba mi función. De pie ante ellos, de espalda a la pared pintada a la cal, blanca como la pantalla de cine, me ponía a contarles la película "de pe a pa", como decía mi padre, tratando de no olvidar ningún detalle, ni del argumento, ni de los diálogos, ni de los personajes».

No había género que se le resistiese: western, terror, románticas, bélicas, ciencia-ficción aunque su padre tenía debilidad por algunas películas mexicanas, «bien cantadas y lloradas». Su secreto estaba en que no se limitaba a contar la película: «Yo no estaba contando la película, la estaba actuando. Más aún: la estaba viviendo». Todo era cuestión de memoria, imaginación y concentración. También se fijaba en detalles que pasaba inadvertidos a la mayoría de espectadores, «como el modo acanallado de pintarse los labios de la rubia amante del mafioso». Más adelante, fue incorporando vestuario y atrezzo a sus actuaciones.

Cuando algunos vecinos y amigos asistieron a la actuación de la contadora de películas, quedaron tan impresionados que uno de ellos sugirió que se cobrase entrada para entrar en este extraño cine hecho de palabras. El éxito de la «Hada del cine» fue tan extraordinario que muchos preferían la evocación a la propia visión de la película en el cine. Escuchando las mismas palabras, cada uno proyectaba su propia película en su imaginación. Su relato resultaba tan atractivo al oyente porque fundía vivencias, sueños y escenas de películas: «muchas veces las barajaba con la realidad». Hasta incluso esta «hacedora de ilusiones» se atrevía a contar películas a domicilio que ella no había visto, conociendo únicamente el argumento y algunos detalles.

La decadencia de la Hada, contadora de películas, vino con la llegada de la televisión. Como si las imágenes frías derrotasen a las bellas palabras. En Her (Spike Jonze, 2013), sin embargo, el futuro hipetecnológico que presenta la película muestra cómo las palabras tienen mayor valor que las imágenes. Su protagonista, que trabaja en una empresa que redacta cartas para sus clientes, se enamora perdidamente de una voz sin cuerpo ni imagen. La mujer perfecta no cabe en ninguna imagen: está hecha de palabras. Lo que seduce ya no es la imagen: sólo la voz consigue conmover. La sociedad imaginada por Jonze da a entender que podría haberse producido una vuelta a la palabra tras una saturación de pantallas en nuestras vidas. El antídoto contra la soledad en el mundo de Her es conversar con un interlocutor creado por un pequeño dispositivo móvil.

Y es que la literatura tal vez sea una película de palabras que cada lector traslada a su propio mundo imaginario. La ambigüedad de la palabra evoca en la mente del lector multitud de imágenes que se combinan libremente. Hace unos años Jonathan Coe escribió una extraordinaria novela, titulada La lluvia antes de caer. En ella el escritor británico contaba la historia de una mujer que al morir dejaba un testamento que incluía unas grabaciones de su propia voz describiendo una serie de fotografías, destinadas a una mujer ciega, y que componían, de modo simbólico, el mapa esencial de su vida.

Toda la fuerza evocadora de esta novela surge de la evocación de unas imágenes inexistentes. «Lo que había perseguido era una quimera, un sueño, algo imposible, como la lluvia antes de caer» Como el sueño de la palabra: hacer visible lo invisible, hacer imágenes con palabras. Palabras que llenan el vacío de una imagen.

Lo último en INF+

Compartir el artículo

stats