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¿El lector nace o se hace?

Esta pregunta nos invita a reflexionar sobre los buenos y malos hábitos lectores

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¿Cómo se fabrica a un letraherido? ¿Sale a cuenta invertir en la estimulación lectora de los ciudadanos? ¿Es la bibliofilia una parafilia? Ya se sabe que el hábito lector no hace al monje cluniacense. Sin embargo, el asunto de la educación literaria ha preocupado a las mentes más preclaras desde la Antigüedad hasta nuestros tiempos hipermodernos (sin sacar nada en claro, dicho sea de paso). Ya en sus Instituciones oratorias, Quintiliano recomendaba a los jóvenes empezar la casa de las letras por Homero y Virgilio, aunque reconocía que el discernimiento de los matices teóricos y retóricos llegaría con el ejercicio de la relectura. Los santos que en el mundo han sido optaron por cimentar la voracidad lectora con la Biblia, ya fuera en versículo antiguotestamentario, versión parabólica o edición ilustrada. Más expeditivo, Maquiavelo le aconsejaba a su príncipe ideal que abandonara la ilusión estética y obtuviera provecho de las enseñanzas de la historia. Y el Avito Carrascal de Amor y pedagogía intentaba evitar en su hijo el nacimiento de tendencias mitológicas mediante un severo programa de orientación práctica: «De buena gana le daría a leer novelas de Julio Verne si no fuesen novelas, si les quitasen lo novelesco». A partir de ahí se abre la veda de escuelas, métodos y movimientos que oscilan entre lo didáctico y lo alquímico.

En la vorágine de este debate, un servidor solo puede dar testimonio de su experiencia. De mis años escolares recuerdo, además de la monotonía de lluvia tras los cristales, el estupor que me causaban aquellos libros multicolores que ofrecían una pauta de lectura apropiada para una escueta zona de fechas, como si se tratara de una selectiva antología poética. Como en el afán de los niños siempre está presente la aspiración de ser menos niños, yo buscaba mi numen en un arco generacional superior al que me correspondía. Pero en vano fatigaba las fantasías new age, los melodramas étnicos, los episodios de naturaleza artúrica y las crónicas de Indias. Nada hacía mella en mi ánimo, más duro que el mármol a tales consejas. Al fin me resigné a carecer de eso que llaman «sensibilidad», pues ni lo que se consideraba digno de avezados lectores de catorce años -los tomos rojos- me provocaba más reacción que ocasionales bostezos. Y entonces descubrí a Eric Wilson y su trilogía canadiense, a saber: Terror en Winnipeg, Pesadilla en Vancúver y Asesinato en el Canadian Express. Gracias a Wilson comprobé que el terrorismo internacional, el tráfico de drogas y el homicidio en grado de tentativa podían constituir el trasfondo y hasta la trama de libros infantiles. Aquella trilogía me abrió un nuevo horizonte. Entre otras cosas, me preparó para apreciar los matices teóricos y retóricos de Sergio Leone, Tarantino y Abel Ferrara. Al poco cayó en mis manos un relato de Cortázar donde un hombre no paraba de vomitar conejos peludos, y luego me fascinó un cuento irlandés donde los muertos del pasado venían a sobresaltar a los vivos del presente. Era la última pieza de una colección titulada Dublineses. Nunca más volví a sufrir la tentación de acercarme a los libros multicolores.

A menudo pienso en clave autobiográfica cuando oigo hablar sobre la iniciación a la poesía. Cuántos ripios perpetrados por generosos misioneros de la lírica no habrán torpedeado la sensibilidad de almas más nobles que la de Werther y dado al traste con vocaciones más firmes que la de Homero. Pero aún hay esperanza. Quién sabe. A lo mejor el adolescente halla a su particular Eric Wilson, ese autor-palanca que les permitirá descerrajar la caja de Pandora. Y es que, después de todo, Gil de Biedma estaba en lo cierto: «lo normal es leer».

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