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Al sur de Río Grande

Los «gringos» en la vida, como en el cine, llegaban siempre del norte. Para adquirir tal condición bastaba con ser un yanqui, cruzar el Río Grande y colarse en Méjico. No está clara la etimología del término. A este cronista le gusta aquella que, aseguran, procede de una canción que entonaban las tropas norteamericanas al invadir el país vecino, allá por 1845: Green grow, the lilacs (Verdes crecen las lilas). Los mejicanos se quedaron con la fonética y adaptaron la palabra «gringo» para nombrar a aquellos tipos que se adentraban en su territorio cantando la balada. Pero los «gringos» no tenían nada que ver con las lilas, que tampoco son verdes; más bien con la aventura, con el exotismo del país de los mayas y los aztecas, con los ensayos de la Revolución, que, a semejanza de las cosechas, crecía todos los años entre el olor a pólvora de las carabinas, los trenes cargados de soldados y cantineras, y la música de los corridos. El cine, dentro del western, ha creado una modalidad contando las andanzas de estos «gringos» desde que Raoul Walsh, en 1912, se enrolase con los revolucionarios y filmase Life of Villa. La filmografía sobre el asunto da para varios libros. Y la ficción se mezcla con la realidad, animada por la presencia de ilustres «observadores», que quisieron ver «in situ» las reformas económicas y sociales, el despertar de los oprimidos en las tierras de Jalisco: John Reed, el escritor y publicista americano que dejó su testimonio en el libro-reportaje Méjico insurgente; el realizador Serge Einsestein que posó su mirada de documentalista en un filme que le fue secuestrado: Que viva Méjico.

Ambrose Bierce (Ohio, 1842- Chihuahua (¿) 1913) polígrafo yanqui, muy famoso en su tiempo, autor de obras como Diccionarioi del Diablo y periodista renegado de la cadena de W.R Hearts, fue -o tal vez no, y todo sea fruto de una serie de equívocos- otro de los hombres que, cruzando por El Paso, contribuyó al mito del «gringo» que busca dar sentido a su vida luchando, en un país extraño, a favor de los desposeídos. Paco Ignacio Taibo II en su monumental y documentada biografía de Pancho Villa recogió una serie de noticias contradictorias en torno a la presencia de Bierce, un hombre de 72 años y desahuciado por los médicos, en el Méjico revolucionario. Pero sus indagaciones solo contribuyeron a aumentar la leyenda. Tal vez por esa razón Carlos Fuentes recobró al personaje y le imaginó una postrera y compleja aventura en su novela Gringo viejo. Luís Puenzo, en 1989, la llevaría al cine con idéntico título y contando con Gregory Peck, en el papel de Bierce, Jane Fonda, dando vida a una maestra reprimida, buscando los aires revitalizadores del sur, y Jimmy Smits encarnando a un líder campesino, convertido en general por obra y gracia de su mentor Pancho Villa.

El cronista siente una debilidad extrema por esta película. No es un producto redondo. Los intentos de Puenzo por mostrar todas las dimensiones del relato de Fuentes -el carácter redentor de la lucha revolucionaria, la fragilidad moral de sus líderes, las últimas oportunidades para consumar el amor, o la presencia de la muerte en la cultura mejicana- se diluyeron en una sucesión de bellísimas imágenes. Pero el halo profundamente romántico de la historia quedó incólume ya en una primera visión de la cinta. Una impresión que perdura en la mente del espectador e incita a revisarla. Tras este ejercicio el filme crece revelando aspectos inéditos, se queda en la memoria estimulando emociones, sugerencias que lo convierten en inabarcable, en una de esas obras que nos hacen decir «No es buena, pero ha dado en el blanco de mi sensibilidad y se encuentra ya en la galería de mis filmes malditos preferidos». Si el lector de esta columnilla ha vivido sensaciones parecidas, es el momento oportuno de ponerla de nuevo en el televisor. Le seducirá esa historia en la que Bierce pronunció aquellas luminosas palabras que explican esta modalidad cinematográfica sobre los aventureros que una vez cruzaron el Río Grande: «Ser "gringo" en Méjico, es una eutanasia».

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