La noche anterior no ocurrió nada fuera de lo habitual que hiciera sospechar el fatal desenlace. Nada distinto a lo que María del Carmen Lauria y su hija, que por entonces tenía 16 años, no se hubieran acostumbrado a sobrellevar, casi a la fuerza, tras años de convivencia con un hombre que hizo del maltrato físico y psicológico la tónica en el hogar. Por eso, a primera hora de la mañana, la menor salió tranquilamente rumbo al instituto donde estudia en Benidorm sin ni siquiera poder imaginar lo que se encontraría al regresar a casa.

Era el 12 de abril. Ese día, Francisco José M.M., de 49 años, el marido y asesino confeso, decidió segar la vida de María del Carmen a los 48 años asestándole, al menos, cinco puñaladas con un cuchillo de cocina, tres en el pecho y dos en el cuello. Después, se autolesionó con el mismo cuchillo y se acostó junto a ella en la cama. Como si no hubiera ocurrido nada. Hasta que la menor, hija de un matrimonio anterior de la víctima, volvió al domicilio al acabar las clases y se encontró con una escena dantesca.

Francisco José había cumplido su amenaza: «Yo iré a la cárcel, pero tú antes saldrás degollada». Se la había proferido el 14 de diciembre de 2014, apenas ocho días después de contraer matrimonio tras un lustro de noviazgo, cuando María del Camen y su hija decidieron acudir a denunciarle por el constante acoso y las agresiones verbales, físicas y psicológicas a las que también sometía a la menor. El juicio se celebró apenas dos meses antes del crimen machista y se saldó con una sentencia absolutoria, porque tanto la madre como la hija se negaron a declarar contra él.

Como ya hizo tras denunciarle en 2010, en esta ocasión también lo perdonó. Un vez más. Otra de tantas. Porque María del Carmen creía, en el fondo, que su marido era un hombre bueno.

Los más allegados a la víctima afirman que tenía una manera de ser muy especial. Además de buena, cariñosa, alegre y dulce, era profundamente religiosa. «Todo lo centraba en Dios y en creer en la buena fe de las personas», incluyendo a su propio verdugo. Por eso, sus amigos destacan que madre e hija acabaron creando un mundo particular, imaginario, para protegerse de él. Un mundo en el que sólo cabía el perdón, pasara lo que pasara.

Y también el silencio. En los cerca de seis años de relación, Francisco José le había cortado poco a poco todas las alas. Hasta que se conocieron, la hostelería había sido su principal medio de vida. Le gustaba cocinar y hacía pizzas y tartas casi como nadie. Pero tuvo que acabar dejando todos los empleos y trabajar desde casa atendiendo encargos, casi siempre a escondidas, dado que era frecuente que él se presentara en su puesto de trabajo y le montara algún numerito amparado en los celos. También la separó de sus amistades en la ciudad, muchas de las cuales ni siquiera conocían la mala vida a la que la tenía sometida y a quienes su asesinato dejó perplejos.

«¿Por qué no hice nada?». Esa es la pregunta que desde hace ocho meses se repiten muchos de ellos sin cesar. Con rabia, pero sobre todo con muchísima impotencia. Y con un enorme sentimiento de culpa por no haber podido actuar a tiempo. Sin ella, el día a día se les hace duro. Sobre todo, a la familia que desde el mismo día del crimen acogió a la hija de María del Carmen como a una hija propia. Ahora, en unos meses, tendrán que afrontar la batalla judicial contra su asesino confeso, que debido a las lesiones que se autoinfligió tras el crimen, sufrió daños irreversibles en la columna. «Justicia divina», afirman.