Me presento: soy una bola del Sorteo de la Lotería Nacional y tengo un número cualquiera tatuado con láser en mi pequeño cuerpo de madera de boj. Peso 3 gramos y mido 18,8 milímetros de diámetro, exactamente igual que el resto de mis 99.999 compañeras numeradas. Todos los años, cuando se acercan estas fechas, nos convertimos en el centro de atención de mucha gente que compra décimos y participaciones para ganar un gran premio gracias a la fortuna (y a nosotras también, por supuesto). Aquel 22 de diciembre, alrededor de las ocho de la mañana, se abrieron las puertas del Teatro Real de Madrid y cientos de personas llenaron el salón donde se realizaría el sorteo. Era el día en el que mi número iba a convertirse en la gran estrella de los telediarios.

Después de que algunas bolas fueran comprobadas por los espectadores que así lo pidieron, el paraguas bajo el que colgaban las liras que nos exponían me llevó hasta la tolva, un recipiente transparente en el que entrábamos en dos tandas, pues no cabíamos todas a la vez. De la tolva, izada por el aire, pasamos al bombo más grande, de 2,64 metros de alto por 1,58 de diámetro, donde caímos poco a poco haciendo un ruido estruendoso, como el de miles de gotas de agua chocando contra el suelo.

Tras pasar las dos tandas, ahí estábamos las 100.000 bolas numeradas, apelotonadas en la gran esfera transparente, esperando a que nuestras 1.807 compañeras de premios fueran trasladadas a su bombo pequeño. Primero llevaron las 1.794 que son iguales, esas que se conocen como pedrea y que tienen un premio de 1.000 euros marcado. Después, siguieron las octillizas tatuadas con «60 mil», las dos gemelas de «200 mil» y otras dos únicas que tienen señalados premios de «500 mil» y «1,250 mills», respectivamente.

Por último, un señor metió en el bombo pequeño la bola más esperada, esa que llaman Gordo y que se iba a convertir en mi compañera de tabla aquel día tan especial, con un «4 MILLS.» marcado en su cuerpo. Los bombos giraron para mezclarnos a todas, al tiempo que una veintena de niños y niñas, que dicen ser de San Ildefonso, entraban al escenario y daba comienzo el sorteo.

Los minutos pasaban y las bolas de premios y números que salían iban siendo recogidas por los pequeños uniformados, quienes las cantaban con su clara pronunciación. Al cabo de dos horas, vi cómo me acercaba a la obertura del bombo; con un giro de la palanca bajé por la trompeta hasta llegar a la copa y un chico me recogió. Mi número fue cantado y, cuando iba a ser colocada en la tabla junto con el resto de mis compañeras agraciadas, la mano de una niña lo impidió; se la veía sonriente, al tiempo que gritaba aquello de «¡cuatro millones de euros!» con su timbre ilusionado.

Los asistentes comenzaron a aplaudir y a vitorear, mientras los jóvenes nos mostraban, tanto a mí como a mi compañera, a la mesa de notarios primero y al público. El sorteo continuó un par de horas, pero el hecho más importante ya había ocurrido; mi número cualquiera era lo más comentado en toda España. En cierta administración de lotería, a cientos de kilómetros del teatro, las cámaras grabaron cómo alguien abría una botella de cava y bañaba a decenas de afortunados. Yo me quedé siete días expuesta en la sede de Loterías, hasta que fui recogida, esperando un próximo sorteo en el que repartir alegrías. ¿Sería simplemente bola el resto de mi vida o volverían a llamarme «el Gordo» alguna vez más?.