Siete años después de que se embolsara la última entrega de los 600.000 euros que cobró sin hacer nada, y cuando han transcurrido cuatro de una investigación que desembocó en el juicio que dio comienzo esta semana, el expresidente de la CAM Modesto Crespo ha confesado. De repente, después de todo este tiempo judicial negando la mayor, de jugar a ofrecer distintas versiones de sí mismo según le conviniera ser el florero que adornaba las reuniones de los altos ejecutivos de la entidad para zafarse de una condena por el falseo de las cuentas, como así ocurrió. O el gran empresario capaz de atraer negocio dejándose la piel por la caja para justificar una remuneración millonaria que le convirtió en el primer presidente con sueldo, después de eso, digo, Crespo ha admitido que todo lo que le achacaba el fiscal era cierto.

¿Un ataque de arrepentimiento súbito? No. Algo mucho más prosaico aunque, sin lugar a dudas, más rentable: librarse de la cárcel. Y lo ha conseguido. Gracias al acuerdo alcanzado con Anticorrupción, el empresario ilicitano ha firmando un nuevo relato de los hechos en el que asume lo que no le queda más remedio que admitir (que las supuestas dietas eran en realidad una remuneración que no obedecía a contraprestación alguna), en el que elimina el nombre de quien las propuso, el exdirector general Roberto López, y paremos de contar. A cambio, una rebaja de cuatro años a nueve meses en la petición de cárcel y de 120.000 euros a 9.000 en la de multa. Mejor acuerdo, imposible. Con eso la Fiscalía se queda satisfecha. La confesión de Crespo le garantiza al menos una condena, con independencia de la situación en que ha dejado al resto de sus compañeros de banquillo al admitir la ilegalidad de los pagos que se aprobaron. Si de las conversaciones para alcanzar ese acuerdo se podía haber obtenido algún dato más que ayudara a esclarecer cómo fue la lenta agonía de la CAM, poco importa. El fin es el fin y para qué reparar en lo que se quede por el camino.

Algo no muy diferente ha ocurrido en el juicio por la financiación ilegal del PP que se ha venido celebrando en la Audiencia Nacional. Nueve empresarios, siguiendo la senda que inició el alicantino Enrique Ortiz, alcanzaron un acuerdo con la Fiscalía por el que admitieron pagos al partido. En otro ejemplo de lo que es una negociación de diez, los empresarios han saldado sus cuentas con la Justicia con una multa librándose de una condena de cárcel segura, pero sin que su aportación para conseguirlo haya ido más allá de admitir lo que las facturas intervenidas a la trama Gürtel ya habían dicho. Con un par de monosílabos solventaron los nueve el simulacro de interrogatorio en la vista oral en el que a la fiscal no se le escuchó preguntar por la operativa de esos pagos, por quiénes eran sus interlocutores en el partido o, quizá lo más importante, qué obtuvieron a cambio de esas aportaciones dada su condición de contratistas públicos.

Todo eso quedó en el aire como tampoco desveló mucho más el exdirigente popular Ricardo Costa a lo ya apuntado por los cabecillas de la Gürtel, pero con lo que ha logrado que Anticorrupción rebaje la petición de pena por unos hechos que lleva negando una década.

Exactamente lo mismo que se puede decir del papel jugado con Francisco Correa, Pablo Crespo o Álvaro Pérez por parte de la Fiscalía, un órgano que debería explicar el sentido último de unos acuerdos que, sin cuestionar su legalidad ni pretender acabar con las ventajas que para quienes «confiesan» encierran, no nos lleven a concluir que, como afirmó unos de los abogados ante el magistrado Vázquez Honrubia en el último día del juicio por la finanzas del PP, están acabando por pervertir la Justicia.