Ha fallecido Antonio Martín Lillo y me entero fuera de Alicante y luego, en el regreso ferroviario aquí, repaso recuerdos y amistad, en evocación personal de un tiempo en el que coincidimos en muchas cosas y en memoria más reciente de años últimos de encuentros discontinuos en los que siempre nos reconocíamos en un abrazo.

Antonio Martín Lillo es, como si dijéramos, la pieza esencial del Partido Comunista en este territorio, aquel que en los años últimos de clandestinidad, allá por los primeros de los setenta, fue el encargado orgánico de su reorganización, por lo que fue detenido en 1974 en una caída de una gran parte de lo que había conseguido estructurar, y estuvo en la cárcel por ello. Luego fue el secretario general del Partido de manera continua hasta su legalización y después de la misma, primeras elecciones, segundas, pactos de la Moncloa, avances y retrocesos, abandonos del leninismo, omnipresencia social en la izquierda de una socialdemocracia excesivamente socialdemócrata, hasta crisis profundas allá por 1982 en la que Lillo, al que llamábamos así, a secas, practicaba una máxima ignaciana (del de Loyola) como es la que aconseja que "en tiempos de turbación no hacer mudanza".

Han sido muchos años de no hacer mudanza para que no celebremos en él a quien, sin obviar críticas a decisiones y comportamientos de su propio partido, mantuvo permanentemente la firmeza en la aceptación de unas ideas que tenían que servir de transformación de un mundo asolado por la desigualdad, la pobreza y la injusticia. Su coherencia, sus luchas, su solidez? son comportamientos que hoy contrastan con una política configurada desde tacticismos diferentes que resultan difíciles de entender. Mantuvo sobre todo siempre la esperanza en una transformación social que llevara a un mundo sin explotados ni oprimidos y, a pesar del pesimismo que nos crean los últimos años, abrumadores y desesperantes, su esperanza sigue siendo una opción por la que luchar.

Hay otra faceta de Martín Lillo que quiero destacar: en la década de los ochenta, a finales, dio solución administrativa a su título académico obtenido en Argelia, donde nació en 1941. Curso un año de asignaturas que necesitaba para revalidar su titulación francesa en la Universidad de Alicante. Tuve el honor de ser su profesor y comprobar cómo el luchador de la clandestinidad y dirigente comunista se convertía disciplinadamente en estudiante ejemplar y revalidaba su carrera. Sus compañeros y compañeras de aquel año lo siguen recordando.

Poco tiempo después (creo que en 1991 o 1992) obtuvo por oposición la plaza de profesor de francés en Institutos de bachillerato. En Benidorm primero y en el Bahía de Babel de Alicante fue (me sobran los testimonios de docentes y estudiantes) un profesor ejemplar, querido, dedicado a lo que hacía, actividad que compatibilizó hasta el final con su lucha política en el PCE y en IU (Izquierda Unida).

He escrito esta nota intentando distanciarme de las sensaciones que llevo encima toda la tarde. He dicho ya en otro sitio que tarareé por lo bajo una Internacional, como las que cantamos juntos bastantes veces, en el vagón de tren en el que regresaba a Alicante. Y he pensado en Blanca, tu mujer, y en Tina y Víctor, tus hijos, y en toda tu familia. Y en los amigos y amigas que quedan y en los antiguos camaradas que han estado a tu lado, muy cerca, hasta el final.

En un momento me surgió épico el recuerdo (y tópico) y pensé que te iba a escribir algo que hablase de "los que luchan toda la vida", o de los bellos versos sobre las "aladas almas de las rosas del almendro de nata?"; pero mira, Antonio Martín Lillo, para acompañar tu nombre en este momento sólo se me ocurre una palabra, honestidad. Mira qué palabra más sencilla y más simple, honestidad, para estos tiempos en los que vivimos.