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José María Asencio

Derechos y respeto humano

La muerte de Rita Barberá no es una muerte más, producida por causas naturales. No es posible desconocer la directa relación entre este final luctuoso y un atropello, un linchamiento moral y personal fruto de una sociedad, la nuestra, gravemente enferma. En poco tiempo, los valores que la individualizaban han sido destrozados sin proponer otra alternativa que la miseria inhumana revestida de apariencias de dignidad.

Tenemos un proceso penal que ha alcanzado altas cotas de garantismo, que está a la altura de los sistemas más avanzados. Al margen de una práctica que en ocasiones no se resiste a esa primaria tendencia a la represión, nuestras leyes procesales penales garantizan a los imputados los derechos más elementales que consagran los instrumentos internacionales y que son expresión de una sociedad democrática y moderna. Toda persona sujeta a investigación es considerada inocente a cualquier efecto y la misma imputación recorre diversas etapas hasta su plena conformación, no permitiendo la ley medidas que no sean proporcionales al estado del proceso, a la progresión de la investigación. Solo es culpable y merecedor de un reproche penal aquel que es condenado, sobre la base de pruebas practicadas con todas las garantías.

Pero, ante este proceso penal humanizado, el de un mundo que quiere ser civilizado, la sociedad da muestras de una intolerancia como pocas veces se ha mostrado en tiempos pasados. Contra los derechos humanos que se pregonan como un mantra, demostradamente falso y mera apariencia, se alza una opinión generalizada y no espontánea, dirigida y creada por quienes manejan las voluntades ajenas, que juzga a algunas personas sin respeto a derecho alguno, a las normas, a principio moral o ético ninguno. No hay leyes en la calle, no hay Constitución, no hay límites a la opinión destructora que busca satisfacer intereses espurios, pues espurio es todo aquello que se pretende sin respeto a las normas y principios que rigen la convivencia.

Dos realidades que conviven en una aparente coherencia, pero que son tan opuestas, que se repelen y que acreditan que nuestra sociedad dista mucho de ser democrática y civilizada.

Rita Barberá ha fallecido víctima de un linchamiento moral que no ha podido soportar. Ella ha perdido la vida, muchos otros, sin que se produzca este final luctuoso, son condenados perpetuamente a inhabilitación profesional y moral, sin condena previa judicial y solo porque la llamada opinión pública, debidamente conformada por intereses diversos, decide que una persona es culpable. Sin pruebas o contra la prueba. La condena social y mediática es inapelable y siempre más grave que la penal. La inocencia posterior en su caso carece de relevancia. Ya se ha cumplido la condena y han padecido los afectados sus efectos en persona, en sus familias y en su buen nombre.

Los partidos políticos, partidas desvergonzadas a veces de sujetos poco adictos a otra cosa que no sea su ambición, utilizan la corrupción para sus propios beneficios. Nada hacen o poco cuando se trata de legislar sobre esta materia, pero no dudan en hundir a quien consideran adversario peligroso con injurias que saben que lo son. Poco les importan los efectos personales.

Alguna prensa, bien determinada, no está exenta de responsabilidades. No es aceptable esta supuesta patente de corso que exhiben, ni que se consideren eximidos de responsabilidad, por encima de los poderes públicos. Los derechos a la libertad de expresión y de opinión, la información, juegan en espacios que muchas veces confunden lo objetivo, con lo subjetivo. Y cuando se combina la opinión, a veces sin base suficiente en conocimientos necesarios, con los intereses y las encuestas de audiencia se incurre en lo que puede ser calificado de espectáculo morboso, carente de seriedad y rigor, pero producto fácilmente vendible a una sociedad que, aunque se diga la más preparada de la historia, demuestra que los títulos no equivalen al saber y menos al saber estar.

No es posible, ni deseable, limitar derecho alguno, ni siquiera la acción popular de los partidos. Menos, la libertad de expresión. Pero, se impone una reflexión que recupere los valores que tanto costó alcanzar. Reflexión, conocimiento, respeto a la dignidad humana. Trasladar en suma los valores constitucionales a la vida. La Transición fue un ejemplo que convendría recuperar.

De Podemos es mejor no hablar. Quiere de nuevo ser el muerto en el entierro -nunca mejor dicho-, y que se hable de ellos, aunque sea cometiendo una bajeza moral que identifica a quien carece de empatía hacia el que piensa diferente. Si no se respeta al adversario fallecido, si ni siquiera la muerte merece un acto digno, cabe dudar de la calidad moral de quien antepone sus intereses a los sentimientos más elementales de la especie humana. El mundo simple de estos sujetos, que se divide en buenos (ellos) y malos, los demás, va más allá de la vida y alcanza a la eternidad.

Rita Barberá no ha sido condenada y ha muerto inocente. Una elementalidad que quien no entienda debe meditar y que me permite rendir un homenaje a quien fue una gran alcaldesa. Se lo merece en este día.

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