La confesión de Enrique Ortiz que confirma la financiación ilegal del PP en la Comunidad, como recoge el escrito de acusación, durante la campaña autonómica de 2007 y las generales de 2008 ha cogido a la cúpula popular resignada. Hace unos días que los cargos del partido que conocen los entresijos de los movimientos judiciales del caso Gürtel sabían que el empresario alicantino -imputado en esta trama pero también en la de Brugal- había decidido firmar una sentencia de conformidad en la que ratifica que «inyectó» más de 300.000 euros a las arcas de los populares a cambio de facturas falsas que le giraba Orange Market -la filial de la trama de Correa en Valencia- por servicios no prestados. En la dirección del PP daban por descontado que cualquier maniobra que se produjera les iba a perjudicar. Como así ha sido. El movimiento de Ortiz pone en cuestión nada menos que la «limpieza» de la espectacular victoria de Francisco Camps en las autonómicas de 2007, hasta ahora la más amplia de la historia en la Comunidad; y el despliegue de la campaña para las generales de 2008 en la que el PP organizó actos masivos con un alto coste económico.

Pero, sin embargo, a pesar de que en las filas populares este asunto ya se conocía y durante las últimas 48 horas se guarda silencio para evitar avivar la polémica alegando que afecta a dirigentes que ya no militan, lo cierto es que, en privado, cargos populares admiten que la confirmación del «dopaje electoral» del PP supone un golpe de «imagen» muy duro -otro más que se suma al desmantelamiento de la organización popular en la ciudad de Valencia- para una estructura ya muy tocada y en la que no se vislumbra una solución a corto plazo. Todo lo contrario. Una larga travesía en el desierto. El problema para los populares es que ya diluvia sobre una inundación que les sitúa en un escenario de máxima dificultad. Ya es más que una situación límite. Más que estar contra las cuerdas. Es un estado de excepción que pone en cuarentena el futuro del PP con una estructura debilitida y pendiente de un congreso que por ahora continúa sin fecha, con liderazgos cuestionados y poco solventes, con un discurso a remolque de la respuesta a la corrupción y que ha perdido, coinciden muchos en la organización popular, la «conexión» con los ciudadanos.

La crisis en la ciudad de Valencia es dramática para el PP, que tiene a todos sus concejales imputados menos uno: sin la capital de la Comunidad es imposible una recuperación electoral en tanto que uno de cada cinco votos se disputan allí. La izquierda, con Compromís como principal exponente, tiene muy fácil consolidarse en Valencia por incomparecencia del PP. Y ahora, junto a ese panorama tal y como reconocían dirigentes populares, la «confesión» de Enrique Ortiz supone extender el «golpe» a la provincia de Alicante. Es el centro de las empresas del constructor, que además está implicado en otro gran caso de corrupción: la operación Brugal con todas sus ramificaciones por el amaño de las basuras en la Vega Baja y el supuesto trato de favor en operaciones urbanísticas de Alicante. Con Valencia y Alicante -la organización de la capital también esta desnortada y a la espera del nombramiento de una gestora- golpeadas en los principales investigaciones por corrupción y sin liderazgos en Castellón, como apuntan fuentes populares, los populares se asoman a un abismo del que van a tener muy difícil salir. La corrupción les corta cualquier opción de recuperación.

A una estructura que, de hecho, se debilita por momentos sin los resortes del poder para resistir y con el bloqueo para la convocatoria del congreso extraordinario que reclama la dirección regional del PP como una suerte de refundación, se suma además las dificultades para hilvanar un discurso creíble. La mezcla de la corrupción con la crisis económica es letal para el PP y muy difícil de levantar, como reconocen cargos populares. Hasta el punto, señalan estas mismas fuentes, de que han perdido la «conexión» con los ciudadanos. Como reconocía el presidente provincial del PP, José Císcar, en una reciente entrevista concedida a este periódico, efectivamente los populares habían dejado de ser ese partido que los valencianos consideraban como el que mejor defendía los intereses de la Comunidad. Y eso es un varapalo monumental que les aleja, como sugiere otro veterano del PP, de la «calle» con una pérdida cercana a la mitad de sus votos.

Encima, la avalancha de revelaciones sobre las investigaciones por corrupción que ya están abiertas impiden a su vez armar un discurso de construcción de un proyecto de futuro. Como ya ha surgido en conversaciones entre dirigentes populares, la respuesta frente a los casos de corrupción está condicionada: vergüenza y asunción de culpas. Ese camino, apuntan estas mismas fuentes, limita el mensaje y, además, debilita una marca que ya se encuentra muy quemada. Y para acabar de cuestionar el conjunto de la organización, además, ninguno de los liderazgos acaba de convertirse en una alternativa solvente. Ni Isabel Bonig en Valencia, que reclama mano dura con los casos de corrupción para intentar salir del atolladero y a la que Génova «ningunea» hasta el punto de que esta misma semana ha amenazado con arrojar la toalla. Ni tampoco José Císcar en la provincia de Alicante, con un recorrido que depende de la bicefalia que comparte con César Sánchez.

Con este escenario tan delicado y de tanta debilidad, cualquier nueva revelación sobre los casos de corrupción que afecta al PP supone otro golpe para las expectativas de los populares valencianos que corren el riesgo de «enquistar» sus problemas y de quedarse envueltos en una eterna crisis interna. Todo ello, además, en un momento en el que la izquierda y, especialmente, los socialistas, en tanto que aspiran a convencer al resto de fuerzas para llegar a La Moncloa y desbancar así al PP, están dispuestos a percutir con todas sus fuerzas con cualquier caso de corrupción que afecte a los populares. Y en esa estrategia, al menos por ahora, la Comunidad es campo de batalla.