En medio del enfrentamiento que mantienen el Gobierno y la Iglesia varios políticos socialistas, algunos de ellos ministros, han hecho pública su condición de católicos para demostrar que en el rebaño cabe todo y que las ovejas blancas y las negras conviven con las churras y las merinas en paz y armonía, atentas a la voz del pastor y al ladrido o, llegado el caso, a la dentellada del perro en las corvas. El mensaje lanzado a su electorado para contrarrestar la ofensiva de la Episcopal Conferencia con la aquiescencia vaticana y la hiperactividad de su negociado de agitación y propaganda es claro: se puede ser católico romano al mismo tiempo que se defiende la asignatura de Educación para la Ciudadanía, el divorcio exprés, la ley del aborto o los matrimonios gays. Se trata de un guiño al mercado propio, pero también al ajeno, que entra en la estrategia que se marcan los partidos cuando se acercan las elecciones y que no consiste en otra cosa que en intentar consolidar las propias filas debilitando las contrarias. Sin embargo, de lo que no se percarta el PSOE es de que cuando uno oye a su secretario de Organización, José Blanco, o al ministro de Exteriores, Miguel Ángel Moratinos, referirse a sí mismos como católicos, tiene la sensación de que se le están dando unas explicaciones para justificar un ideario y un programa que nadie les ha pedido como representantes de un poder terrenal y temporal que choca con el otro, el divino y eterno que no admite réplica ni componenda porque proviene de la verdad revelada. Semejante confesión es un preocupante síntoma de debilidad y una alarmante inclinación al flagelo que además de recordar a la Inquisición puede que sea inconstitucional. Sería mejor que aprendieran de sus oponentes, que por lógica extensión cargan contra el votante de izquierdas pero no le expulsan del seno de la Iglesia ni le allanan el tortuoso camino de la apostasía. El día que excomulguen a Pepe Bono o a Francisco Vázquez estaremos asistiendo al milagro de la coherencia.