Hubiera sido de interés que en esta tierra, moralmente dejada de la mano de Dios, el señor obispo hubiera aprovechado la oportunidad de una entrevista para arrojar algo de iluminación ética. No ha podido ser, y sus palabras han conseguido incrementar la crispación. Es grave: sobre todo porque aquí la Iglesia Católica no había sido fuente, en los últimos lustros, de tensión, sino ejemplo de prudencia. Pero los tiempos cambian. O sea: retroceden. No se sorprenda el obispo, pues, si cosecha disensiones, porque esta sociedad es plural y no se puede hablar, sólo, representando militantemente a varones heterosexuales o reprimidos, católicos conservadores y de derechas, y no arriesgar alguna consecuencia. Por supuesto que tiene derecho a la libertad de expresión, pero no a reclamar el privilegio tácito a hablar sin ser respondido. Cosa que también deberían entender los que han salido en defensa del prelado, al que, por cierto, están dejando fatal, como si fuera un pobre ingenuo incapaz de salvaguardarse de las asechanzas del demonio en forma de una periodista, que abordó todos los temas de interés con ejemplar profesionalidad.

La entrevista contiene elementos que bordean la inmoralidad, al fundarse en la ignorancia y la mentira. Entendámonos: no debe un obispo ser ignorante, y no lo es éste, que es autor de libros -incluso sobre la teología del dolor-. Su ignorancia no es ausencia de conocimiento, sino que deriva de sentirse acomodado en un sistema de seguridades que da poder en la medida en que elude preguntas y desprecia al débil. Al débil concreto, aunque sea caritativo con los débiles abstractos. El homosexual susceptible de ser apaleado o la mujer apaleada: esos son los débiles. Y el obispo, a su pesar quizá, con sus convicciones justifica al que golpea o menosprecia. Si algo da legitimidad al obispo, en ausencia de intervención de los fieles en su elección, es su participación en una cadena que arranca desde el colegio apostólico. No puede, sin más, rehuir la memoria de esa cadena, sobre todo si no condena partes del pasado y pide perdón por algunos sucesos. El problema de la integridad moral de la Iglesia -o su ausencia- deriva en parte de no pedir reconciliación, ni gastar en penitencia, ni aprender de sus propios errores, que, a veces, se deslizaron hacia el crimen. Digo esto porque, por ejemplo, la Iglesia no asesinó judíos en la Guerra Mundial, pero con su discurso, siglo a siglo, marcó de amarillo al pueblo hebreo, como chivo expiatorio; y, como está escrito: primero viene la injuria y luego la sangre.

De eso pidió perdón. Pero no aprendió y algo parecido hizo y sigue haciendo con los homosexuales. Regresar a la caduca tesis de la enfermedad es reiterar la práctica, tan eclesial, de marcar, segregar y amenazar con la enfermedad lo que antes era pecado. El argumento de la enfermedad lo deduce de que nadie quiere ser homosexual (?);, para quejarse luego de la ausencia de vocaciones: habrá que concluir que ser sacerdote es otra enfermedad, sólo que mucho más graveÉ Con las mujeres maltratadas repite el esquema y sigue rutina de siglos, recomendando implícitamente resignación. A perpetuidad, se entiende, porque es nefando el divorcio, primera puerta, muchas veces, para huir del tormento. También aprovecha su magisterio para impartir firmes opiniones contra la política del Gobierno en relación con ETA. Pero olvida comparar el número de muertos en esta legislatura por el terrorismo con el de mujeres asesinadas. ¿Se hubiera permitido frivolizar si en vez de víctimas de la violencia de género hubiera hablado de víctimas del terrorismo?

Vienen luego las mentiras. Descaradas y sujetas a la misma lógica de alineación con los fuertes. Con una fuente de fortaleza de la Iglesia en primer lugar, afirmando que no recibe subvenciones públicas. Aquí se le fue la mano, hasta el punto de que basta con recordarle que por sus hechos -y palabras- les conoceréis. Pero también miente cuando dice desconocer qué pasa con el urbanismo, pues su diócesis presentó, hace un año, un documento de gran rigor ético, elaborado por un grupo de sacerdotes. Casualmente, cuando este diario dio la noticia, salió una asociación de constructores criticando el informe. Y ahí fue de ver al señor obispo tornarse amnésico: y es que una cosa es ensañarse con unos y otra desafiar a los poderes de este mundo -¿cómo era eso del becerro de oro?-, a los más potentes empresarios y al PP, al que nunca se aplaude, pero con el que siempre se coincide. Por eso, dando muestra de insensibilidad, afirma ignorar todo de la crisis económica, despreocupado, pues si fuera grave, dice, la Iglesia promovería la caridad. Laus deo.

Él dirá que no hace política. Y es que opina que "la ley es la ordenación de la razón para el bien común", y no la obra de un Parlamento democrático que, por lo tanto, yerra y peca en tantas cosas. Y también dirá que los Derechos Fundamentales son pocos: lo que define su apego a una sociedad democrática. Queda flotando la pregunta: ¿a qué todo esto? Sin duda a aprestar apoyos, a quedar situado como yunque y martillo ideológico y referente tutelar del pensamiento reaccionario. Pero también a provocar y difundir el espectro del martirio. No se piense que es un infantil, mórbido y gratuito sentimiento masoquista. Esta tendencia martirial, este llamar a todas las puertas paganas y exponer pecho limpio para sufrir el insulto, es fruto del cálculo. Porque la medida del renacimiento de la cristiandad en España es la autorreclusión, la mentalidad de fortaleza sitiada. Se predispone así a la confrontación, desde el convencimiento de que es con lo que mejor se puede extorsionar la conciencia de los fieles y el bolsillo del Estado. Lo que no puede evitar el escolástico Pastor es que algunos de los que por aquí habitamos no seamos dóciles borregos, despreciemos a los que desprecian lo que ignoran y quieran pasar por solemnidad teológica lo que es palabrería en almoneda, a medio camino entre el chascarrillo de sacristía y el chiste de taberna.

Manuel Alcaraz es profesor de Derecho Constitucional de la UA.