Más de uno está errando el tiro. Mucho se está polemizando sobre el activismo político de los obispos españoles coincidiendo con la larga precampaña electoral para los comicios generales del 9 de marzo sin conocer que son los propios obispos quienes están en plena campaña electoral para renovar la cúpula de la Conferencia Episcopal. Vamos a ver: hace cuatro años fue monseñor Blázquez, aquel al que denominaron "un tal Blázquez" los nacionalistas vascos cuando fue nombrado obispo de la diócesis de Bilbao, quien ganó contra todo pronóstico la presidencia de la ejecutiva católica española; el resultado fue tan ajustado que superó al soberbio -el calificativo fue pronunciado por un eclesiástico con despacho en la madrileña calle Añastro- monseñor Rouco Varela, a la sazón cardenal-arzobispo de Madrid, por apenas un voto.

Ahora toca rehacer aquel renglón torcido para que las aguas vuelvan a su cauce. No es que monseñor Blázquez, una persona que no lleva móvil, se abre él mismo la puerta del coche oficial e incluso lo conduce, tenga pátina de "cura rojo" o simplemente rebelde, simplemente es, según quienes le conocen de cerca, "un ser humano normal y corriente que actúa como tal esté donde esté".

De modo y manera que buena parte de la estrategia que está desarrollando el sector más retrógrado del catolicismo en España, con el jesuita atípico Juan Antonio Martínez Camino como muñidor -"una persona que tiene grandes carencias de virtudes humanas", en opinión del mismo eclesiástico- va dirigida a establecer el caldo apropiado para que el día de la votación, la de los obispos, haya una mayoría "amplia y suficiente" para que no quede ninguna duda de quienes mandan en el catolicismo español. Metidos en esa vorágine los obispos, al menos una parte significativa de ellos, han salido por primera vez en democracia de manifestación reivindicativa por las calles de Madrid como si fueran sindicalistas, han reavivado su particular memoria histórica adelantándose a la promovida por el Gobierno y aprobada por el parlamento y han hecho mítines políticos que nada tienen que ver con los congresos ecuarísticos o marianos de antaño. Todo por la vuelta a la normalidad y la recuperación del poder absoluto.

La Iglesia católica en España tiene dos problemas: el primero de ellos de orden moral o religioso y consiste en la pérdida de adeptos que avanza al galope -no hay más que ver la evolución de los ingresos en los seminarios -; el segundo es consecuencia del primero y no es otra cosa que la financiación; si se estrecha la masa social los recursos propios disminuyen y por lo tanto, en previsión de que en un futuro no muy lejano alguien tenga la ocurrencia de eliminar las ayudas públicas que se reciben -por ejemplo, vía los conciertos con los centros escolares- hay que mantener posiciones fuertes, con profundas trincheras, altas murallas y aguerridos comandantes.

La batalla va a ser dura, larga y con elevadas pérdidas; ergo, hay que pertrecharse y desplegarse en todos los frentes. Es cuestión de mera supervivencia. Los obispos, o buena parte de ellos, no se fían ni de ZP ni de la sonrisa y buenas maneras de María Teresa Fernández de la Vega. No es casualidad que uno de los comandantes en jefe más aguerridos en la operación de reconquista del poder sea monseñor García-Gasco, arzobispo de Valencia, precisamente la circunscripción electoral de la vicepresidenta primera del Gobierno.