Un lector del periódico me asegura que si mantienes a un calcetín en las condiciones de oscuridad y silencio adecuados, le salen primero unos pulmones muy rudimentarios y a continuación un tosco sistema muscular que le permite desplazarse despacio por el fondo del armario. En una etapa posterior, genera también un embrión de sistema digestivo que le permite asimilar el polvo que recoge con la boca. Todo ello explica, según mi corresponsal, que a veces encontremos calcetines en los rincones más insospechados de la vivienda. Si los tocas, sus partes vivas se convierten de inmediato en polvo, dejando en los dedos un tacto áspero que se elimina con cualquier crema de manos convencional.

Aunque la idea parece un disparate, es verdad que a veces los calcetines llegan a lugares de la casa donde ninguna persona con dos dedos de frente los pondría. En cierta ocasión encontré uno dentro del bolsillo de una chaqueta que utilizo poco porque es, como diría mi madre, "de mucho vestir". Me la puse para acudir a una cena en una embajada y en el segundo plato, cuando metí la mano en el bolsillo para buscar el pañuelo, tropecé con un calcetín negro en el que, quizá por sugestión, me pareció advertir durante unos instantes un cierto grado de actividad existencial. Mi compañero de mesa, que era diplomático, miró hacia otro lado cuando descubrió el calcetín en mi mano, como el que sostiene una trucha negra. No intenté explicarle nada.

De vuelta a casa, registré los bolsillos de todas las chaquetas y de todos los pantalones y aparecieron cinco o seis calcetines más. Todos ellos despidieron al desplegarlos una pequeña cantidad de polvo orgánico. Tuve con uno la impresión de que se hacía el muerto, por lo que les hice la autopsia uno a uno y me parecieron sospechosos de una pequeña actividad biológica. Finalmente, los destruí con unas tijeras y arrojé las tiras resultantes a la basura.

Desde ese día todo cambió. Aunque racionalmente sabía que no era posible que un calcetín adquiriera vida, por elemental que fuese, no podía pensar en otra cosa. Me convertí en un habilísimo cazador de calcetines. Hasta entonces, cuando se perdía la pareja de uno, la dejaba estar. Ahora, la buscaba hasta dar con ella y siempre aparecía en lugares a donde sólo había podido llegar por sí misma. Encontré uno granate, de los de talla única, en el interior de una sopera que no utilizamos nunca porque es un recuerdo de mi madre. La sopera permanece desde hace años en lo más profundo de un antiguo aparador que heredamos de mi suegro. Sólo con la flexibilidad de un calcetín se puede llegar hasta allí. Antes de cogerlo, estuve observándolo sin hacer ruido y (se trataría de una alucinación, no lo niego); me pareció que se inflaba y se desinflaba muy levemente, como si respirara. Al tocarlo, tuve la impresión de que acababa de morir. No sin aprensión lo volví del revés y vi caer de sus paredes un conjunto de pequeñísimas escamas.

Le pregunté a mi mujer si las medias se extraviaban con la facilidad de los calcetines y me dijo que no. Yo volví a tomar una medicación antidepresiva que había abandonado al encontrarme bien y procuré olvidarme del asunto. Cuando un calcetín desaparecía, tiraba a la basura su pareja y me compraba otro par. Me aficioné entonces a los tejidos sintéticos, pues me dio por pensar que eran más inertes que los naturales. El tiempo, que todo lo cura, me libró de aquella obsesión hasta que, meses más tarde, volví a recibir una carta del mismo lector que me había advertido acerca del asunto de los calcetines. Me contaba en esta ocasión que había sorprendido a dos paños de cocina en pleno coito. Aunque se trataba de otro disparate, daba la casualidad de que tengo cierta aversión a los paños de cocina. Desde siempre, cuando me seco las manos con ellos, noto un tacto más biológico que textil. Así las cosas, el lector, al relatarme su obsesión, había metido el dedo en una obcecación mía.

Observé durante unos días los paños de cocina sin percibir nada extraño en ellos. Pero a las dos semanas, cuando ya me había olvidado completamente del asunto, entré un día en la cocina sobre las tres de la mañana, para beber agua, y tropecé (iba descalzo); con un paño de cocina hecho una bola en el suelo. Lo tomé y al desplegarse cayó de su interior un calcetín de lana marrón. Aunque parezca una locura, juro que el paño de cocina se estaba comiendo al calcetín, que cayó al suelo medio digerido. Dupliqué la dosis de antidepresivos y no he vuelto a notar nada extraño, pero me ha quedado una sensación muy rara.