Las empresas norteamericanas de automóviles están de capa caída; su máximo exponente es Detroit, la otrora ciudad emblemática del sector que ahora sufre la emigración ante la fuerte crisis industrial que está padeciendo con el automóvil de protagonista negativo. La noticia nos vuelve a recordar los efectos estructurales del capitalismo que pueden producirse a corto plazo, si no se cambia la lógica en que se fundamenta. Con las nuevas tecnologías y la mano de obra barata, se incrementa la productividad pero se olvida que esto ocurre a expensas de engordar el número de trabajadores con empleo precario y en paro.

El analista Jeremy Rifkin nos recuerda que la disminución de nuestra población activa baja la demanda por la menor entrada global de ingresos. Y señala una reducción generalizada de puestos de trabajo en fábricas de las 20 economías más fuertes del mundo; el empleo fabril se reduce todos los años en todas las regiones del Globo, incluidas las economías asiáticas, cuando la producción industrial ha estado creciendo por encima del 30%. El idolatrado consumo no es suficiente y la consecuencia es que la economía así planteada es incapaz de crecer, a pesar de esquilmar el Planeta.

La previsión apunta a que la era del empleo en la fabricación masiva entre en crisis. La banca, los seguros y la venta no van a la zaga y están introduciendo tecnologías inteligentes que eliminen buena parte del personal de apoyo. El espectacular incremento de la productividad supone un estímulo a la demanda, pero no la capacidad de arrastre necesaria para consumir más y más, como si de un pozo sin fondo se tratase.

El problema es que la base de todo este castillo capitalista no parece sólida, pues los expertos constatan que podemos producir más sin aumentar el número de trabajadores, y que los espectaculares aumentos de la productividad no pueden ser absorbidos por unos consumidores que no tiene capacidad económica para comprar tantos bienes y servicios generados gracias a las sofisticadas tecnologías. Los excedentes hacen palidecer a más de uno ¿cómo consumir más si aumenta la precariedad del empleo, los despidos y la consiguiente merma en la natalidad por falta de seguridad económica (entre otras cosas);? La pescadilla muerde en su cola.

Las contradicciones se pueden agudizar hasta límites imprevisibles. Desde luego, a la gente no se le engaña fácilmente; y prueba de ello es que en todos los barómetros del CIS sitúan al paro como uno de los problemas más presentes en la ciudadanía. El edificio neoliberal está tocado hasta para quienes nos beneficiamos con él, por ese empeño por crecer y crecer a costa de lo que sea, incluso del consumidor potencial que es la gallina de los huevos de oro. A qué absurdos hemos llegado con tal de no aplicar criterios éticos a los análisis económicos.

Como de una u otra manera todos estamos enredados en la madeja, vienen a cuento las sabias palabras de Henri de Lubac, válidas para cualquier tiempo: "El hombre puede organizar la tierra sin Dios pero, al fin y al cabo, sin Dios no puede menos de organizarla contra el hombre".

En una entrevista leída en Internet, es el propio Rifkin quien afirma con la misma naturalidad con la que cuestiona el contrato social, que "una solución sería reducir la semana laboral a 35 horas y aumentar los salarios para tener más gente trabajando, que a su vez podrá gastar y pagar más impuestos". Lo dice uno que ha sido asesor de jefes de Estado, entre otros de Clinton. Le faltó explayarse en la solución para el Tercer Mundo, lleno como está de esclavos al servicio de muchas multinacionales.

Lo más preocupante de todo es la cantidad de contumaces que siguen en la peor ceguera posible: la de los que no quieren ver nada, ni siquiera que la tímida "tercera vía" socialdemócrata ha claudicado ya, allanando nuevas vueltas de la tuerca neoliberal ante la ambiciosa globalización financiera. ¿No hay nadie que tenga poder del de verdad y, a la vez, sentido común ético?

Gabriel Mª Otalora es escritor.