Como muestra fehaciente de que los súbditos del Reino Unido son más raros que un perro violeta, y gustan de legislar sobre aquello que al resto de los mortales le parece inútil, imposible o tirando a bobo (cosa que digo con harta admiración e insana envidia);, el nuevo código de la circulación -por la izquierda, no se olvide- de la Gran Bretaña castiga con una multa de 3.500 euros a quien salpique a los peatones. Habida cuenta de que en las islas británicas llueve lo que se dice muy a menudo, y que en ciudades como Londres los peatones abundan, el peligro de ser multado con un rigor parecido al que se reserva en España para castigar a los terroristas en épocas de diálogo se vuelve bien real.

Con el agravante de que, al menos para quienes vivimos fuera del paraíso del te a las cinco y los animales de compañía a cualquier hora, no queda nada claro el concepto en sí mismo. Salpicar, lo que se dice salpicar, no es algo que pueda responder a un sí o no como gustaba decir Fraga Iribarne comparando los embarazos -no se puede estar un poco embarazada- con los nacionalismos o cualquier otro artilugio borroso. Poner como una sopa a quien aguarda junto a la acera, dejándolo como si se hubiera caído a una piscina, es salpicar de verdad. Unas gotas en el pantalón o las medias, resultan más dudosas. Confío en que los bobbies, si todavía se les llama así, sean dotados de un salpicómetro calibrado y ajustable, tal vez, a las circunstancias de inclemencia del momento. Porque no es lo mismo mojar un poco más a quien ya anda calado por el chirimiri incesante que salir de casa con un sol espléndido, digamos ?-que más al norte del canal eso sucede poco-, y quedar empapado por culpa de un conductor salvaje y un charco residual.

Se me ocurre que, al menos en este otro reino, el de España, habría bastantes más conductas torcidas entre los conductores que la del salpicón merecedoras de la multa. Sancionar a quienes utilizan el cláxon porque sí; a los que se saltan los semáforos; a aquellos suicidas que circulan por la ciudad como si les fuese la vida, y no la de los demás, en ello; a los que vacían los ceniceros en plena calle; a quienes muestran sangre de caracol artrítico; a los maleducados, cuando no criminales, en suma, son tareas pendientes que nuestro nuevo código de la circulación ha dejado en el olvido. Vale que este año ha habido tres mil muertos menos, si no recuerdo mal, gracias al carnet por puntos, a la vigilancia o a que la gasolina anda más cara, que todo influye. Pero ¿hay tres mil conductores más con un barniz aceptable de modales?

Lo dudo. La naturaleza humana incluye una especie de estigma que convierte, como le sucedía al doctor Jekyll, a cualquier persona normal que se ponga al volante en un soberbio, maleducado y agresivo mister Hyde. Educar a la ciudadanía -a mí mismo, por ejemplo- con el ejemplo de los salpicones se me antoja propio de otro reino más, aquél de Oz en el que mandaba un mago. Así, cualquiera: la magia sirve para cualquier cosa. O tal vez sólo para que las cosas parezcan distintas siguiendo en realidad igual que siempre. Por ahí van a ir los tiros: el maltratador, el salpicador y hasta el asesino obedecen a un mismo patrón que no se arregla de manera fácil. Propongo una prueba: doce mil euros de multa a quien toque el cláxon sin que medie peligro de atropello, y a ver qué pasa.