a crisis generalizada que viven desde el pasado lunes los mercados bursátiles de todo el mundo tiene un origen tan complejo y un alcance tan desconocido que ningún experto se atreve aún a hacer vaticinios.

Su origen hay que buscarlo en los Estados Unidos, en el riesgo cierto de que ese país, que representa una quinta parte del PIB mundial, entre en recesión económica, algo que de producirse lastraría las economías de todo el mundo. La escasez de ahorro del conribuyente estadounidense ha terminado por frenar la demanda interna del país y por disparar el saldo negativo de su balanza comercial. Eso unido a las ya tristemente famosas "subprime" -las hipotecas de alto riesgo y bajísimo interés- ha sembrado dudas sobre la consistencia de su sistema financiero y dibujado el escenario de esa temida recesión. La economía estadounidense tiene síntomas de gripe y, cuando eso ocurre, el resto del mundo estornuda. El importante repunte de la Bolsa de ayer entraba dentro de los cálculos de los analistas. Lo que resulta inquietante es el enorme fraude, el más grande de la historia, descubierto en el banco francés Societe Generale, pues añade aún más interrogantes a la tremeda volatilidad del mercado bursátil. Ninguno de esos acontecimientos contribuye a clarificar lo que está ocurriendo.

La mayor dificultad para atajar el problema radica, precisamente, en la imposibilidad de definir con precisión el alcance de la infección financiera estadounidense. La inyección al mercado de 145.000 millones de dólares mediante la devolución de impuestos, anunciada la pasada semana por el presidente George Bush, y la decisión del presidente de la Reserva Federal, Ben Bernanke, de bajar tres cuartos de punto los tipos de interés han sido valoradas positivamente, pero han resultado insuficientes para tranquilizar a los mercados mundiales. Y tampoco ha servido de mucha ayuda la decisión del Banco Central Europeo de primar la lucha contra la inflación, es decir, de no bajar los tipos de interés. Las bolsas reflejaron el miércoles la decepción con nuevas e importantes pérdidas y dejaron sentado el carácter eminentemente financiero de la crisis.

El espectacular hundimiento del Ibex de la Bolsa española el pasado lunes, el mayor de su historia, simultáneo y similar al del resto de los mercados europeos, demuestra bien a las claras que existe un contagio mundial, aunque el alcance último de la infección financiera no será igual para todos los países. En el caso de España, donde la economía arrastra un crecimiento sostenido superior al 3 por ciento anual, no se puede hablar propiamente de crisis económica, al menos de momento, y mucho menos de recesión. El buen nivel de empleo alcanzado en los últimos años ayuda a alejar esos riesgos, al igual que los niveles en que se mueve el Euribor, por más que su 4,7 por ciento actual resulte muy superior al de los últimos años y sea una de las causas fundamentales del frenazo experimentado por el consumo interior, motor esencial de la economía española. Pero ese tranquilizador análisis global de nuestra economía no es válido por igual para todos los sectores. Existe uno, el inmobiliario, en el que la confluencia de problemas de liquidez con una brusca paralización de la demanda ha germinado un escenario real de crisis. Y de ahí ha saltado al sector financiero como consecuencia de los altos niveles de riesgo que la banca tiene asumidos con las grandes inmobiliarias. El desconocimiento que cada banco tiene sobre el nivel real de endeudamiento de los demás ha propiciado un clima de desconfianza mutua y, consecuentemente, serias tensiones de liquidez en el mercado interbancario.

Lo lógico es que la crisis bursátil generalizada dé paso a una crisis selectiva en la cual los problemas se concentren en aquellas empresas que, fuera de toda lógica, han buscado un crecimiento fácil, y que las empresas sólidas recuperen paulatinamente el terreno perdido. ¿Cuándo ocurrirá eso?

Ningún experto se ha atrevido a aventurar una fecha, pero todos coinciden, en mayor o menor medida, en que la incertidumbre, factor esencial de la crisis, persistirá al menos hasta que se conozcan los resultados de las empresas, no antes de mediados de año.

Estados Unidos, donde los resultados de las empresas se conocen antes que en España, está dando pistas claras sobre una realidad económica subyacente que latía en el ánimo de los expertos pero que las autoridades económicas de aquel país se negaban a admitir: que los estadounidenses vivían un crecimiento basado en las pulsiones de una demanda interna no respaldada por el ahorro, lo que condenaba a la balanza comercial del país a una situación insostenible porque tenía que buscar los recursos en el exterior. La realidad subyacente de la economía española tiene indudables similitudes con la estadounidenses, aunque el riesgo de una crisis real sea aquí, de momento, menor. Para España los riesgos son consecuencia de haber basado gran parte de nuestro crecimiento económico de los últimos años en la especulación inmobiliaria, con los agravantes de nuestra creciente falta de competitividad y las limitaciones que impone un mercado laboral demasiado rígido. Estados Unidos superará su crisis si definitivamente llega a ello, pero España deberá prepararse para seguirle haciendo bien sus propios deberes.

No cabe, así pues, un vaticinio claro sobre cómo y cuándo se despejarán las dudas sobre el escenario económico actual, pero lo lógico es que la crisis genere un proceso de limpieza en los mercados, proceso que dejará víctimas en el camino, y que en un tiempo razonable, probablemente no más allá de este año, la situación recupere selectivamente la normalidad y dé paso a un nuevo escenario que situará al Gobierno español resultante de las elecciones del 9-M ante la imperiosa necesidad de modernizar las estructuras económicas del país. Sólo así, apostando por un modelo de crecimiento basado en la productividad y eliminando las rigideces que condicionan la gestión empresarial, demostraremos haber aprendido la lección de esta nueva crisis.

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