Entre los graves daños ocasionados por el terrorismo es el primero, sin duda, el que se le ocasiona a la víctima, es decir a la víctima-víctima, el inocente muerto por la barbarie. Y, luego, a sus condolidos deudos. Pero no es pequeño el daño que a la convivencia democrática del mundo civilizado le ha ocasionado el terrorismo. Primero, por las torpezas de quienes simplemente lo combaten mal, y segundo, por las vilezas. Las vilezas provienen de quienes sin escrúpulos, y para sus propios negocios, han usado y usan el terrorismo como pretexto. Hay una larga lista de ejemplos de imposible enumeración aquí. Pero es indudable que el terrorismo es una siniestra industria, de la que se lucran los terroristas, sobre todo, pero de la que se valen otros que se hacen llamar luchadores contra el terrorismo. Entre estos están unas víctimas y no otras, unos partidos políticos y no otros. Entre las víctimas se encuentran las dominadas por una visceralidad, que una veces explica el dolor y otras permite sospechar que buscan determinados intereses o contribuyen a otros intereses. La condición de víctima no otorga porque sí un crédito de buena persona ni una garantía indiscutible de decencia. Y entre los partidos políticos es necesario discernir muchas veces hasta dónde van a por el terrorista y dónde acaba la noble persecución del asesino para hacer del drama del terrorismo un instrumento que lo lleve al poder para lograr otros intereses. A lo mejor todo este recordatorio -sin mención expresa de víctimas que han hecho de su condición de tales una profesión asalariada- es una simpleza más, como las muchas que acaba uno de escuchar en el muy politizado IV Encuentro Internacional de Víctimas del Terrorismo. Pero no es gratuito recordar lo obvio para tratar de entender el modo en que el presidente Zapatero, y no ETA, se convirtió en el objetivo de algunas víctimas y del partido político que, con todo descaro y con la complacencia de muchas víctimas, hicieron del Encuentro un largo mitin electoral. El lenguaje empleado muchas veces, la desvergüenza y hasta la zafiedad, demostraban también que ser víctima no implica necesariamente ser persona honrada, y que nada tiene de particular que algunas víctimas de poca formación no lo parecieran cuando quienes se servían de ellas, gente de estudios al fin y al cabo, coincidían con las víctimas más enardecidas en la forma de expresarse, o incluso las superaban. El nada elocuente Francisco José Alcaraz coincidía en la miseria expresiva con el más elocuente Mariano Rajoy. Eran lo mismo. Uno hablaba en nombre de la principal asociación de víctimas y el otro representaba al partido que en aquel Encuentro buscaba un filón electoral. En medio de los dos, un resentido José María Aznar que volvió a poner su dignidad a prueba. Todos ellos acusaron de cobarde al presidente del gobierno, dando por supuesto que lo valiente fuera acudir a ese Encuentro y ofrecerse como blanco de sus miserables flechas, fácilmente previsibles. No se produjo nada nuevo, sino la insistencia en una estrategia en la industria del terrorismo en la que habrá que empezar a nombrar las cosas por su nombre y a tirar de las caretas.