Allá por abril o mayo del 99, después de publicar mi primera novela, alguien me habló con verdadero entusiasmo de María Antonia Valls. «Es fantástica», me dijo, «no me pierdo ni una de sus recomendaciones literarias en la mañanas de Radio 1. Es una crítica seria y mordaz, incisiva y francamente brillante».

Hasta aquel momento, poco o nada sabía yo de aquella periodista tan aficionada a la polémica, ya fuera como tertuliana en el espacio «Buenos días» de Radio Nacional que por entonces capitaneaba Carlos Herrera, ya fuera como analista de la actualidad cultural del país. No obstante, admito que mi interés hacia ella se disparó sin concesiones cuando, de manera altruista y casi heroica, dedicó por aquellas fechas los 15 minutos de su espacio a diseccionar, parte por parte, mi primera novela, a celebrar con los oyentes el hallazgo feliz de lo que ella consideraba «un buen narrador» y a pregonar las excelencias de un relato que, más allá de la pura complacencia, la había cautivado de principio a fin por su «lenguaje envolvente y seductor».

María Antonia Valls se había excedido (y arriesgado);, sin duda, con una crítica insólitamente elogiosa y favorable hacia aquel libro que no dejaba de ser la opera prima de un debutante en el complejo y variopinto panorama de la narrativa española. Y no sólo eso, porque antes de concluir su intervención, se permitió añadir dos detalles que remataban así aquella sarta de alabanzas: uno, que el autor de ese libro era todo un desconocido para ella y, dos, que sólo al leer la nota biográfica que acompañaba a la edición había descubierto que el tal José Luis Ferris era paisano suyo.

Huelga decir que, desde aquel día, María Antonia Valls pasó a convertirse en una especie de hada madrina para mí; y como tal la vieron mis ojos algunos meses después, cuando el azar resolvió que nos encontráramos en la capital de España, en la exposición de un pintor olvidado que nos fascinaba por parejas razones: Lorenzo Aguirre. De aquella visita a la primera muestra plástica de uno de los grandes artistas del siglo XX (sólo comparable a la obra de Zuloaga, Gutiérrez Solana o Vázquez Díaz);, de aquel maestro de la pintura que consagró su infancia, su juventud y buena parte de su vida a Alicante, María Antonia Valls y yo obtuvimos suculento material para varios reportajes y artículos sobre Aguirre, el sueño de llevar aquella exposición al MUBAG y, sobre todo, una amistad que prometía prolongarse con los años.

Fui yo quien más ganó en el trueque. Era mucho lo que una mujer como ella podía proporcionar a mi vida y escaso el beneficio que mi afecto y mi poco mundo le pudieran reportar. No obstante, desde el primer momento, desde aquella comida que nos regalamos al salir del museo en una tasca de la Carrera de San Jerónimo, María Antonia fue clara y generosa. No tuvo inconveniente en relatarme el laberíntico periplo de su vida, la permanente batalla de una periodista que se las ingeniaba para sobrevivir en una selva implacable, salvando milagrosamente el tipo cada día, saliendo adelante con su hija entre zarpazos, trabajando día y noche, escribiendo para aquella revista, para varios periódicos o leyendo hasta la madrugada con el objeto de acabar una nueva reseña, de llenar de contenido su próxima aparición en la radio. De lo demás, de su oficio verdadero, de su esquivo sueño de ser antes que nada escritora, apenas le quedaban ilusiones.

En 1992 había publicado «Ellos y yo» y «Tres relatos de diario» gracias a la editorial madrileña Grupo Libro 88; en 1995 vio editar su obra «Sonata en Si» (Temas de hoy);, pero su momento no había llegado y la vorágine de la supervivencia diaria le impedía dedicar apenas unos minutos a la creación. Ése era, entre otros, el origen de la secreta tristeza que pude apreciar en una mujer de auténtico coraje como María Antonia Valls. Lo advertí entonces y lo viví después, en los encuentros que se prodigaron con los años. Durante ese tiempo, mi hada buena publicó «Para qué sirve un marido» (Temas de hoy, 2003); y me dispensó cartas y favores. Por ella desperté el interés de Carlos Herrera cuando compartimos cena y homenaje en Sevilla; por ella, un día de hastío como tantos, recibí aquella primera llamada de Serrat agradeciendo el placer y la lectura de uno de mis libros, emplazándome a una cita que celebraríamos semanas más tarde, con mi hija Marina disfrutando del asombro y de su ídolo; por ella, por María Antonia Valls, mis días en Madrid se llenaron de tardes amables y de paseos por Atocha hasta la madrugadaÉ

Sé que el tiempo también depreda a sus criaturas. Y lo sé porque desde hace algo más de tres años, por razones que probablemente ni existen, nada he vuelto a saber de María Antonia Valls. Alguna mañana, yendo en el coche, mientras manipulaba el dial de la radio, he oído su voz áspera y recia polemizando en alguna tertulia de Radio 1 junto a Antonio Jiménez, Basilio Rogado, Paloma Barrientos y Joaquín Araujo.

El pasado jueves, mientras desayunaba, pude leer en las noticias locales de este periódico que la periodista alicantina María Antonia Valls había fallecido a los 55 años. «Sus compañeros la recuerdan como polemista brillante, inteligente y documentada. El sepelio tuvo lugar ayer en el tanatorio La Siempreviva».

Al levantar la vista del diario comprendí de nuevo (y son muchas ya las veces); que era tarde, que era demasiado tarde. Ni he podido saber cómo se fue de este mundo ni he querido averiguar exactamente por qué. Lo único cierto es que me sentí profundamente ingrato, que me recorrió una tristeza infinita y que me puse a escribir esta columna por lástima propia, por simple clemencia hacia mí. o