L as «snuff films» son películas que muestran el asesinato real de una persona para ser distribuidas en circuitos necesariamente clandestinos con propósitos económicos. No es pornografía convencional (aunque algunas «snuff films» pueden ser además pornográficas);, ni admiten violencia simulada, ni tampoco cumplimentan el ritual de alguna secta estrafalariamente sanguinaria. En una «snuff film», alguien sencillamente muere a manos de un enmascarado, la escena es grabada y los espectadores asisten al lóbrego estreno en pases privados que garantizan la impunidad. Aunque el precio de la entrada sea astronómico, un producto así rompe las barreras del realismo.

«El diario de Patricia» no alcanza el rango de «snuff show». Es otro programa de escombros sentimentales que se orean en público sin cláusula de conciencia. Les supongo al tanto del penúltimo argumento: una participante que desvelaba sus tropiezos sentimentales fue sorprendida en el plató por un antiguo novio que buscaba la reconciliación. El cuadro recordaba extrañamente el negativo de cualquier diálogo entre Calixto y Melibea con una pizca de cutre sobreactuación por parte de ambos. Después supimos que ninguno sobreactuaba. Svetlana, así se llamaba la muchacha, rechazó tímidamente a su presunto príncipe azul y la presentadora finiquitó su papel de Celestina con una frase paradójicamente intemporal: lo que ha terminado, ha terminado. Concisión filosófica. La paradoja estriba en que Svetlana fue asesinada el pasado lunes, presuntamente por el hombre con quien compartió plató.

Parece inevitable cernirse sobre los ribetes macabros más evidentes. Al fin y al cabo, eso es lo que pretenden estos programas. La lacrimogenia inherente a ellos obliga a compadecer la tragedia con ese escepticismo moral que no juzga porqué hay terremotos de cuando en cuando. Podríamos plantearnos por qué un mismo terremoto es más devastador en Haití que en Florida, pero estas exquisiteces son ajenas a un programa de entretenimiento. Ahora bien, resultan obligadas otras cuestiones previas. Por ejemplo, si alguien advirtió a Svetlana de que la sorpresa inminente no era la aparición de un pariente llegado de Rusia como ella suponía. Es obvio que no. Como también es obvio que Antena 3 mostró una diligencia perfectamente descriptible en comprobar que su «sorpresa» había sido condenado por malos tratos y debía cumplir una orden de alejamiento. Lo cual que Svetlana no sobreactuaba: estaba aterrorizada, no desengañada. Y Ricardo, el pretendiente, tampoco lo hacía: era un desequilibrado.

¿Cuál era el interés de la trama El de Svetlana, quizás un minuto de gloria, quizás el reencuentro con un ser querido, quizás una confesión amarga; el de Ricardo, tal vez la ilusa certeza de que ella no podría resistir la presión del momento y abdicaría; la de Antena 3 no genera hipótesis: el dinero. Uno de sus directivos sufrió un delirio de sinceridad hace unas semanas cuando admitió que las empresas están «para ganar dinero». Aunque ése no sea el ideal (una cadena de televisión está «para hacer buena televisión»);, asusta tanta franqueza. Y por más condolencias que ahora expurgue la cadena, es indiscutible que los efectos de una humillación pública (qué digo pública: vía satélite); contribuyeron a agitar el menguado equilibrio mental de Ricardo. Naturalmente, queda por resolver el auténtico enigma del drama: el público. Sin él nada sería posible. Siempre que he coincidido en alguna cafetería con la emisión de uno de estos programas el aspecto del paisanaje pendiente del televisor era uniforme: una pandilla de gordas semianalfabetas. Sé que el espectro (en los dos sentidos del término); debe ser más amplio, pero algunas veces conviene generalizar. Las miserias, ajenas, atraen a los ociosos como lo hacían los truculentos folletines del siglo XIX. Pero aquello era ficción. Y no les quepa duda: la audiencia de «El diario de Patricia» crecerá gracias a Svetlana. Puro «snuff».

Andrés Castaño Pérez es abogado.