a reina de Inglaterra calificó el ya lejano 1992 como su particular annus horribilis. Sin llegar a esos extremos, el Rey Juan Carlos I está atravesando en este 2007 uno de los periodos más turbulentos de su reinado desde los agitados tiempos de la Transición y el frustrado golpe de Estado de 23 de febrero de 1981. El origen del problema no está tan directamente vinculado con el ejercicio del papel del Rey en el sistema constitucional como con el hecho de que parece haberse quebrado el tradicional blindaje con el que, por consenso social y político, su figura se ha visto protegida a lo largo de sus tres décadas de reinado. Curiosamente han contribuido a levantar la veda nacionalistas radicales quemando fotos del Rey y radicales de la derecha que han llegado incluso a pedir su abdicación a favor del Príncipe de Asturias. Paralelamente, los miembros de la Casa Real han empezado a ser también objeto de escarnio por parte de algunos caricaturistas en revistas que buscan la provocación para aumentar sus ventas.

Da la impresión de que asistimos a la ruptura de un acuerdo tácito de respeto a la Corona, un respeto que se consideraba un bien superior que convenía salvaguardar. Ese convenio ha funcionado bien hasta ahora, pero comienza a sufrir torpes tirones de la más variada procedencia. La reciente condena a dos dibujantes de la revista satírica «El Jueves» por representar a los Príncipes de Asturias en actitud indecorosa, ha sido interpretada como un mensaje claro sobre los límites de la libertad de opinión, pero ha servido, a la vez, para incendiar la polémica sobre las posibilidades de criticar la figura del Rey y de su sucesor. En este caso, como en todos, hay que cumplir la ley y cuando la ley no convence, lo que procede es cambiarla mediante los mecanismos legalmente establecidos.

Tras un verano de insólitas -por lo inhabituales- críticas en medios de comunicación internacionales, la poco protocolaria intervención del Rey en la Cumbre Iberoamericana frente a la intolerable actitud provocadora del presidente de Venezuela, Hugo Chávez, no ha contribuido precisamente a serenar el ambiente en torno al papel de la institución monárquica por la utilización que están haciendo del incidente tanto el extravagante mandatario venezolano y sus aliados como porque al afectar a las relaciones exteriores españolas -en especial con Venezuela- se ha convertido, por la ceguera de los dos grandes partidos, en un arma arrojadiza de la batalla preelectoral en la que está sumida ya la política española. Lo mismo que Isabel II, tres lustros después de aquel año horrible se encuentra ahora más fortalecida en su reinado, Juan Carlos I, justo cuando cumplió 32 años de reinado el pasado jueves, es la figura más valorada por los españoles. Y desempeña correctamente el papel que la Constitución le atribuye, prestando relevantes servicios a la democracia española.

Como todos los demás poderes del Estado, la Corona debe estar sujeta a la crítica y al escrutinio público, de acuerdo con la legalidad vigente. Pero, al mismo tiempo, debería quedar al margen de la instrumentalización política. La contienda partidaria tiene que respetar al Rey.