D ichosos los que ahora han podido disfrutar de la Carmen de Bizet que Carlos Saura y Lorin Maazel les han recreado con éxito en el Palau de les Arts de Valencia. Según el propio Maazel, tras el diluvio y la inundación del teatro, han asistido a un milagro. Por eso, importa mucho celebrar esta representación, pero sería injusto que no diéramos relieve a su excepcional escenario. Y, especialmente, cuando se trata de un teatro tan costoso que sólo se sabe que a la altura de 2005 había supuesto a las arcas públicas el desembolso de 332 millones de euros y a la altura de 2007 ni se sabe. Puede que alguien se empeñe en ver en esto cierta desproporción, y hasta una metáfora de una política exagerada del petardeo y la apariencia por parte del gobierno de la Generalitat de Valencia, pero la primera temporada de ópera en ese teatro contó con un gran éxito de crítica y de público que no merecía haber sido ensombrecido, por ejemplo, por una grave avería de la caja escénica. Del mismo modo que el éxito de ahora con Carmen no le tendría que ser amargado a los responsables del Palau de les Arts con la cantinela de que es uno de los teatros más caros del mundo. Ni recordándoles que, entre tanta magnificencia, ahora resulta que tiene menos aforo que el más modesto Palau de la Música de la misma Valencia o que el Liceu de Barcelona, el Auditorio de Tenerife o el discreto Teatro de la Maestranza de Sevilla, a pesar de que la inversión multiplica el de todos estos otros escenarios. Pero, ya ven, hoy los aguafiestas querrán empañar el éxito de Carmen recordando que se han tenido que suprimir doscientas butacas porque desde ellas no se veía nada o buscando las huellas de los graves daños producidos por las últimas aguas torrenciales en el prodigioso monumento, que aún las autoridades no han sido capaces de evaluar, como si todo tuviera que ser previsto con absoluta responsabilidad para empañar la alegría. Y todo por manchar el nombre del prestigioso arquitecto Calatrava o por exigir a las dignísimas autoridades responsabilidad en la gestión y en el gasto, como si el dinero público no estuviera para ser gastado con alegría, desparpajo e imprevisión, excepto en gastos sociales, que es donde toda medida debe ser tomada con previsión presupuestaria muy precisa. Como si el dinero del Palau afectara a las deficiencias en sanidad y en educación, que son las obsesiones de los demagogos. Los demagogos, preocupados por sus vidas en exceso, deberían tener en cuenta que los teatros también se erigen para ser deslumbrantes iconos arquitectónicos de las ciudades y figurar en sus documentales de promoción, y miel sobre hojuelas si sirven además para telón de fondo de una misa papal o como reclamo turístico, aunque deban acoger al tiempo espectáculos que puedan ser montados sin riesgos y vistos con satisfacción y cierta comodidad. Pero es que los demagogos son así: por querer, quieren saber incluso cómo se despilfarran sus dineros...