D e nuevo la Iglesia romana vuelve a perder los nervios y, con ellos, los papeles del sagrado ministerio y elevada misión pastoral que, por supremo designo, está llamada a cumplir ante la sociedad, toda. Porque la beatificación de 498 clérigos, asesinados en el fragor del combate que asoló España durante tres aciagos años, de 1936 a 1939, no ha sido ningún acierto. Esta operación de marketing, negativa tanto desde la óptica social como de la religiosa, ha servido para recordar lo que a estas alturas de la investigación histórica ya es notorio entre estudiosos y ciudadanos en general: la beligerancia y el decisivo e incondicional apoyo que la Iglesia prestó a una parte del ejército español, golpista, desleal, sublevado contra un gobierno democrático, dando lugar a una guerra, tan cruel como la que más, de altísimo coste en vidas. Un precio desproporcionado, si lo comparamos con los supuestos males que pretendía atajar. Esta torpe operación de escaparate, de mal disimulado trasfondo político y partidista, ha servido para recordar al mundo que aquella fratricida guerra fue elevada al rango inconcebible de cruzada por unos obispos españoles reaccionarios, temerosos de perder sus execrables y mundanos privilegios. Que, aún hoy, lejos de buscar la reconciliación, con cristiana y pastoral sinceridad, la Iglesia, anclada en pertinaz pasado, desempolva sus viejas argucias sofistas, vetustos y desfasados argumentos, que ya creíamos superados, y nos sorprende con una actitud equiparable a la del avestruz de la pampa, que en un sito pega los gritos y en otro pone los huevos; o, por decirlo con una máxima de nuestro rico refranero: «a Dios rogando y con el mazo dando». No, esta operación de mala conseja no ha hecho más que ahondar, hurgar y hacer sangrar una herida que sólo cicatrizará cuando los ofendidos - los partidarios de la democracia y el gobierno legítimo en aquella larga contienda - vean dignificado su honor ultrajado, su dignidad restituida y su decoro repuesto. Cuando sean abiertas las cientos de fosas colectivas, convertidas en estercoleros, y los restos - aventados o dados de pasto a los cerdos - de miles de demócratas, asesinados por serlo, sean dignificados. Cuando aquellos cadáveres - que ningún cristiano puede negar sean, también, hijos de Dios, con independencia de la convicción religiosa que los asesinados abrazaron en vida - sean trasladados a una sepultura, tan digna como el sentido común de las gentes aconseja. Esos 498 beatificados -pocos, teniendo en cuenta la cantidad de beatos que podemos encontrar en las iglesias - hace 70 años que tienen dedicadas calles en sus pueblos y lápidas en las puertas de las casas donde nacieron o habitaron y respecto a las causas de su muerte, son suficientemente conocidas; nos fueron machaconamente recordadas, sin posibilidad de respuesta, durante los cuarenta oprobiosos años que duró la dictadura. Desde hace siete décadas, los vencedores vienen publicando estudios pretendidamente históricos, como la voluminosa causa general, apócrifos en muchos de sus relatos, torticeramente contados en su totalidad, que ningún profesional honesto utiliza por su carácter fabuloso y la exaltación nazi fascista que contienen. Obras cuyos argumentos se han vuelto en contra de quienes las escribieron, por su falta de rigor y conculcación de la verdad histórica, respecto de lo ocurrido durante el desgraciado período de nuestra guerra. De hecho, hoy, esas obras no son fáciles de encontrar en las librerías, ni siquiera en las de lance o viejo por el deliberado interés que tienen en hacerlas desparecer ciertos sectores sociales de origen franquista, ciertamente residuales hoy, pero que aún conservan mucho de su alcanforado determinismo político y mayor poder económico. En fin, una vieja actitud de la Iglesia española de cuyo proceder ya se percató el más prestigioso filósofo del cristianismo del siglo XX, el francés François Mauriac, de la que decía en 1937: «Habláis como cristianos, procedéis como fascistas». Pues, eso. q