S i partimos, por ejemplo, de que la vida media de una persona es de 75 años, resulta que cada uno disponemos de 27.375 días de existencia o, lo que es igual, de 657.000 horas. Restémosle 15 años entre infancia y adolescencia, preparatorios para que el cuerpo y la mente desarrollen sus capacidades. Por otro lado, el sueño consume la tercera parte de cada día, lo que suma unas 175.200 horas. De modo que en realidad vivimos una vida consciente de 14.600 días.

Por lo tanto, nuestro tiempo de vigilia responsable, que es lo que en realidad podemos llamar vida, permanece alerta a lo largo y breve de unas 350.400 horas. Ahora bien: no podemos prescindir de algo que, a veces, es lo único que nos dignifica, que es el trabajo, y que nos ocupa otro tercio de cada jornada (en total, también 175.200 horas);. En resumen: disponemos de una vida no vegetativa, enteramente propia y en libertad - mejor, pero no más prudente, sería llamarla ociosa - de solamente otras 175.200 horas. Nada más. ¿En qué las ocupamos ¿Familia, afectos, televisión, periódicos, paseos, deportes, cultura... ¿Cuántos minutos dedicamos a cada uno de esos menesteres Porque es en ese tiempo exclusivamente propio, en el que nuestra compañía somos nosotros mismos, cuando nos encontramos con el espejo que jamás puede mentirnos y surgen los fantasmas, las culpas y verdugos de nuestra mismidad. Si el espejo nos dice pocas veces que somos lo que debemos ser es porque miramos más hacia lo que nos interesa que a lo que debiera interesarnos.

¿Cómo es posible que durante esas 175.200 horas de nuestra vida - encaminadas voluntaria e inconscientemente al hallazgo de un bienestar afectivo - giremos alrededor de tres o cuatro cosas más o menos frívolas que nos obsesionan y que, día tras día, nos convierten en autistas de un mundillo cerrado ¿Por qué nuestro natural egocentrismo deriva en egoísmo ¿Cómo es posible que el desinterés por saber sea la base de nuestra cultura cotidiana Cuando alguien necesita respuestas acude a quien puede contestarle. Y nadie más capacitado que la propia experiencia si la hemos educado junto a un buen libro y un auténtico amigo. Pero como la buena lectura es un hábito, y no sólo un divertimento ocioso, y como no hay tiendas en las que comprar nobles amigos, los únicos respondones a quienes preguntamos son políticos y eclesiásticos, después de haber paseado nuestro cotilleo por el vecindario y ese otro vecino comebobos que es el opinionista omnisciente y mentecato de la teleradioinvasión. Papa, alcalde y euro constituyen la santísima trinidad del milagro social. Sin embargo, ninguno de los tres tiene recetas para nuestras vidas íntimas, que son las que en verdad vivimos y gozamos o sufrimos. El Papa nos manda al cielo, con lo cual nos priva de la tierra y, según ello, de nuestros problemas. El alcalde nos recuerda que paguemos los impuestos para que las ruinas de la ciudad parezcan las únicas de nuestras vidas. El euro nos empuja al consumismo a fin de que, satisfaciendo el estómago y rodeándonos de confort, creamos que el corazón queda satisfecho.

Así, la percepción que tenemos de la realidad es una virtualidad creada por el mercantilismo del cuerpo y de la mente; y nos aislamos tanto en ese espejismo que olvidamos que la propia experiencia natural nos dice que aquellos a quienes amamos necesitan que les mostremos nuestro amor; demostración que nos demostraría que también somos amados. De modo que, presos en ese círculo, cumplidos los dos años, nuestros hijos dejan de recibir el afecto que precisan y pasan a ser acunados por la televisión, niñera que será sustituida por el mandamachos de 13 años que aprende, mientras hiberna en el cole, a engañar a sus padres, quienes se desentendieron de él, y a la sociedad, que le exige ser un triunfador sin méritos.

¿Qué pasaría - aunque esto ya es ciencia ficción - si los padres dedicaran más tiempo a sus hijos y en vez de muchos euros les regalaran más afecto Tal vez se produjera el big bang de una sociedad nueva. Porque, puesto que ( Dante : «l`Amor, che move il sole e l`altre estelle»); es el afecto - o su ausencia - el desencadenante de los sentimientos y estos de los pensamientos y de la formación de la personalidad, el universo expansivo que lleva desde la autoestima a la estimación de los otros - y, por lo mismo, la relación con nosotros mismos y con los demás - evolucionaría hacia la solidaridad y no hacia la competitividad; con lo cual tal vez regresásemos a ese instante que nunca existió y que reclama Don Quijote (I, 11); en su discurso de la Edad Dorada: «Dichosa edad y siglos dichosos aquellos en los que se ignoraban las palabras $27tuyo$27 y $27mío$27... todo era paz entonces, todo amistad, todo concordia... nadie turbaba la Justicia».

Trabajaríamos menos, pero nos honraríamos más honrando con nuestra presencia y nuestro ejemplo a nuestros hijos, quienes, sintiéndose amados, no trasladarían su violencia interior, por creerse despreciados, a la calle; y esta sería un horizonte alegre en vez de un socavón hacia las alcantarillas de todos los infiernos.

Las conductas heredadas crean el carácter, y la suma de todos ellos determina el mundo.

Antonio Gracia es escritor.