I ban los autobuses llenos de abuelas agarradas a los brazos de sus hijos o nietos. Iban cargadas de crisantemos, hortensias, gladíolos

Es normal. Todavía no hemos vivido lo suficiente como ellas. Cuando somos jóvenes, los vivos son la norma, y los muertos la excepción. Llega un momento en que se llega a un «equilibrio», que al final se rompe: el mar de nuestra vida se llena de barcos hundidos, de «nuestros muertos», los coetáneos, esos que formaban parte de nosotros. Esos, los íntimos, siguen vivos dentro de nosotros. Su presencia emerge una y otra vez con la viveza siempre sentida del desgarrón, de la ausencia. Su ausencia nunca es tal. Siguen presentes, aunque vivamos muchos años y tengamos la percepción de que somos unos supervivientes solitarios en un mundo extraño. La supervivencia de entre tantos que han muerto nos da la sensación de vivir en un mundo ajeno que superamos hace ya mucho tiempo, porque vivimos cada vez más sumergidos en las profundidades de nuestro pasado, viviendo y recordando sin parar la presencia ausente de aquellos que se fueron y que nunca nos dejaron, aquellos que nos reclaman y nos sacan del presente para llevarnos a sus deliciosas estancias.

Todos percibimos que las cosas son y serán así. Las abuelas seguirán llevando flores, se sentarán frente al muro de los nichos, porque perciben que esos cuerpos que veneran están a medio camino entre las tumbas y sus recuerdos, y las flores son el puente que le da vida a su memoria real, en el mundo presente de las cosas y los hechos. Otros, seguirán yendo a los bares abiertos para cerrar las heridas y aplacar el dolor de los recuerdos con ginebra. A ellos, a tantos, les hacen falta, quizá, unas abuelas cargadas de flores, alguien que les diga que no se puede vivir sólo con cinco sentidos, que la muerte es un eslabón perdido de la cadena de la vida, que se carga de sentido a este lado del nicho con un puñado de flores y una vida buena.

Claudio Martínez Möckel es funcionario de la OAMI.