Q uerido amigo: sepas que para responder a lo que me has pedido hace pocos días por teléfono he roto el propósito que me había hecho de no escribir de mi hijo, por primera vez en nueve años, al cumplirse un aniversario más de su partida. Me has descabalado las intenciones pero no me has dejado escapatoria porque lo que me dijiste, amigo, fue muy fuerte: «yo, y mucha gente más, esperamos cada otoño ese artículo tuyo porque nos hace sentirnos más acompañados».

Lo tuyo, ya lo sé, no ha sido la marcha brutal de un hijo en plena juventud. A tí se te fue tu compañera, joven también, y aunque hace ya una tira de años sigues sintiendo el vacío cósmico como si hubiera sido esta mañana. Qué me vas a mí a contar. Me has hablado, con la frialdad de un científico y la ironía de un herido de muerte, de lo que piensas de esos «procesos de duelo» tan de moda últimamente, inventados por un equipo de profesionales, psiquiatras, psicólogos y demás, «que sin haber pasado ellos -has apuntado- por lo que estamos pasando nosotros», han dado en cifrar en espacios concretos de tiempo lo «normal» y lo «patológico» en el dolor del alma. Estar hecho polvo por la muerte de alguien a quien querías más que a ti mismo durante dos años, tres a lo sumo, entra dentro de lo corriente; sobrepasar ese espacio temporal sin haber «enterrado a tu muerto» (una manera eufemística de llamar al hecho de pasar página e intentar olvidar al que se fue); requiere ya, según estos sabios de la cosa, tratamiento médico. Con lo cual, aparte de proporcionarte folletos sobre qué hacer para superar la pérdida, tiran de talonario de recetas y te mandan un antidepresivo; que a lo mejor y con suerte la pena te la llega a disfrazar a ratos, pero fijo que el resto de tus cualidades cognitivas o como rayos se llamen, te las deja para el arrastre. Y no porque los antidepresivos en sí sean malos, líbreme Dios de opinar de lo que no sé, sino porque lo que tú, yo y el resto de personas en nuestra situación sufrimos no es una depresión: es que nos han arrancado un pedazo de nosotros mismos. Y eso, como tú bien sabes y yo, que no soy médico, intuyo, no se cura con pastillas. Dígamoslo claro de una vez: no se cura. Con nada. Nunca. Lo cual no quiere decir que con esa herida no se pueda vivir: se puede y se debe. Porque nadie somos el ombligo del mundo y el dolor, por desgracia, es moneda común en la existencia humana. Así que lo que, al menos para mí, sí es terapéutico es no centrarse sólo en la propia pena, ensanchar el ángulo de visión y tratar de establecer la mayor empatía posible con el dolor ajeno. Que es exactamente lo contrario de pasar página; digamos que es insertar la nuestra entre todas las otras que forman el doliente libro de la humanidad.

Y eso, amigo, duele y mucho, qué te voy yo a contar. Pero a mí me parece una postura más coherente y más honrada que la de buscar el consuelo del olvido, por muy «terapéutico» que digan que sea. El verdadero amor no se olvida; gracias a Dios, añadiría yo. El verdadero amor te enseña a convivir con la soledad, porque esa soledad está llena de quien fue parte de ti mismo y lo sigue siendo. Y por esos milagros del amor, a ese ser te lo encuentras cada día donde menos esperas: en un capullo de rosa tardía, en dos alumnos de instituto besándose en un banco, en los ojos de un negro superviviente a bordo de un cayuco cargado de cadáveres, en ese charco de la esquina que refleja un esplendoroso rayito de lunaÉ

C omo este año el artículo sale a posteriori del aniversario de mi hijo, te diré lo que he hecho en el viaje al pueblo donde está enterrado. Algo que le debo a mi hijo mayor, que anda siempre por esos mundos aprendiendo cosas nuevas. De su último viaje a Guatemala se trajo una colección de velitas de distintos colores que hacen una llama intensa y olorosa, que los mayas utilizan en las ceremonias de memoria de sus muertos. Cada color tiene un sentido: la pena, la tristeza, la presencia, el recuerdo, el amor, la esperanza. El rito consiste en clavarlas en tierra componiendo círculos concéntricos alrededor de un puñadito de ellas en el centro que simbolizan al ausente, prenderlas todas y sentarse en rueda para evocarlo hasta que se consumen. Lo hicimos en el jardín donde tanta vida dejó mi hijo ido, y fue un momento mágico. Te aseguro (los mayas son una civilización muy vieja y muy sabia);, que mi hijo pequeño estuvo allí con sus hermosos veinte años pletóricos, sin herir por el cáncer, llenándonos de paz. Si quieres para el año que viene te invito a la ceremonia, que por supuesto pienso repetir, y sembramos en la tierra dos círculos, uno por mi hijo y otro por tu mujer. Entretanto ya sabes dónde me tienes para hablar de tu muerta y del mío, cuando quieras y el tiempo que quieras. Y después sonreír y hasta tomarnos una copa si se tercia; que, seguro, es lo que quieren ellos. Un abrazo.