A tisha, un Lama indio que nació a finales del siglo X, era el gran Abad de la Universidad de Nalanda, el más importante centro budista de la India, y su fama y sabiduría se extendían más allá de las fronteras físicas de su país. Tanto era así que Yhangchub O, un Rey de Ngari, al Oeste del Tíbet, lo invitó para que expusiera allí su doctrina y la filosofía de Buda. El viaje a pie era muy largo, y las dudas muy grandes, pero la insistencia desde el Tíbet fue imparable y Atisha no tuvo más remedio que aceptar la invitación. Empezó a organizar la expedición: los acompañantes, los cocineros, los porteadores, protectoresÉ Y entonces el maestro Atisha quiso llevarse al estorbo de aquel centro budista de Nalanda, al incordio, a esa persona que lo ve todo mal, que está en contra de todo, al pesado de turno, aquel hombre al que le gustaría haber acampado en otra parte del río, justo la contraria a la que todos han decidido, alguien que siempre prefería la otra senda y el caballo del que iba delante. Todos los discípulos le rogaron al Lama que no se llevara consigo, durante un viaje tan largo, a alguien que únicamente vería problemas en cada cosa que se hiciera. Pero Atisha finalmente, llevó con él aquel hombre, y lo hizo precisamente por eso, para que le causara molestias y así aprender a superarlas.

El Lama contrapuso la paciencia a la ira. Cada vez que ese acompañante negativo sacaba algún problema a relucir, hacía que Atisha y los que le rodeaban practicaran la paciencia, la tolerancia. Ya lo dijo el Dalai Lama: «en la práctica de la tolerancia, el enemigo es el mejor maestro». Al estar cerca de los problemas, conseguimos hacerles frente más fácilmente. Si intentamos evadirnos, si huimos de nuestros problemas o si escapamos de nuestros enemigos, las dificultades aprovecharán ese descuido y acecharán por otro lado y con mayor magnitud, como la bola de nieve. Además, siempre estaremos huyendo de algo, traspasando sin darnos cuenta el sentido de culpabilidad del enemigo a nosotros.

De la historia del Lama Atisha podemos extraer una buena enseñanza, todos tenemos a alguien que nos molesta e irrita en nuestra vida, alguien al que no queremos ver, ni oír, ni tocar. Paradójicamente tenemos que estar con él, debemos conservar a los enemigos cerca de nosotros, ya que será el espejo de tus errores, tu contraste. Sin ser consciente, el enemigo se convierte en una alarma permanente de los caminos que empezamos mal y nos da la oportunidad de iniciar otro. Al igual que el yin y el yan, donde lo bueno y lo malo van unidos y cada extremo tiene una parte del otro, el amigo y el enemigo van juntos de la misma forma. Eso nos supondrá un esfuerzo y un sacrificio, está claro, pero debemos practicar la paciencia de aguantar al enemigo; la única manera de hacerlo es teniéndolo cerca para que nos descubra los errores que nuestros amigos no ven o no quieren comunicarlos, y así poder superarlos y aprender de ellos.

Históricamente, uno de los enemigos cercanos más queridos desde que nacemos, es o debería de ser nuestro propio padre. Los sicólogos explican que «se debe matar al padre» (ojo, es una metáfora); como una forma de dejar libre la vía para poder ser nosotros mismos. Es como cuando colocamos un palo junto al tallo débil de una planta. Ese palo de madera sirve para que la planta crezca recta, pero llega un momento en que ya no hace falta y la planta debe seguir sola su camino, su crecimiento. Los padres, en la mayoría de los casos, proyectamos sobre nuestros hijos nuestra propia figura, les hacemos demasiado «nuestros» para que no tropiecen donde nosotros tropezamos, para que no sufran los mismos dolores que nosotros sufrimos. Sin embargo, lo hacemos sin darnos cuenta de que eso no es bueno. De nada sirve vivir una vida lisa y llana, una constante cuesta abajo de facilidades continuas donde nuestro esfuerzo es invisible y donde cualquier obstáculo es salvado porque alguien antes lo apartó del camino. Nuestros hijos deben tropezarse para aprender a levantarse.

uestros hijos deben sufrir para aprender a superar el dolor. Un filósofo libanés decía: «podéis darle a vuestros hijos el amor, pero no vuestros pensamientos, porque ellos tienen sus propios pensamientos». Es una idea parecida. Curiosamente, siendo enemigos (con amor); de nuestros hijos haremos que comprendan al final el bien que les hacíamos. En mi caso me pasó: me extrañó que mi padre no me felicitara nunca, no me diera la enhorabuena por nada. Veía cómo mis amigos se alegraban por mí, pero para mi padre parecía que nunca había hecho bastante, ni me había esforzado lo suficiente. Ahora entiendo que lo hacía a propósito, para que nunca me acomodara, para que siempre estuviera alerta. Ahora lo entiendo y se lo agradezco en el alma.

En aquella entrañable película del año 1985, «Enemigo mío», un extraterrestre y un ser humano, enemigos a muerte, no tenían más remedio que unirse y aguantarse mutuamente para sobrevivir en aquel planeta solitario. Su enemistad se diluyó por la supervivencia. Cualquier lucha anterior desapareció cuando hizo acto de presencia la verdadera necesidad. A nosotros nos pasa lo mismo: forjamos enemigos más fácilmente que ganamos amistades, y nos dedicamos años enteros a conservar a nuestros amigos antes que a preservar a nuestros enemigos. Su presencia, la de nuestros enemigos importa. Aunque llevarles de viaje como el Lama será demasiado sacrificio, al menos no los ignoremos. Ellos son los que pondrán piedras en nuestro camino que nos harán andar en guardia. Ellos comenzarán a gritar cuando suenen los primeros acordes de nuestra música favorita. Ellos son los que criticarán nuestras acciones, juzgarán nuestras ideas y despreciarán nuestros avances. Pero siempre estarán ahí para poner a prueba nuestra paciencia; poco a poco nos volverán más reflexivos, menos impulsivos y aprenderemos de sus críticas para afianzar y fortalecer los cimientos de nuestros proyectos. Pero sobre todo, gracias a ellos, a nuestro enemigos, seremos mejores personas. Qué cosas.

Jesús Navarro Alberola es empresario.