Una prestigiosa revista científica americana publicaba recientemente un estudio sobre la salud mental de los presidentes de los Estados Unidos. La mitad de quienes ocuparon este cargo, entre 1776 y 1974, habían padecido una enfermedad psiquiátrica. Y tres de cada diez sufrieron este tipo de patologías durante su mandato. Ahí es nada. La investigación evidenciaba que las enfermedades mentales son más comunes de lo que muchos piensan y, por otra parte, que el ejercicio de la política es un factor de riesgo para su aparición. La magnitud del problema justifica que algún investigador se haya permitido aconsejar la inclusión de un «psiquiatra de cabecera», como asesor de los equipos de gobierno.

Soy consciente de que en España no es común -tal vez hasta improcedente- hablar de estas cosas. Pero la salud mental de nuestros políticos nos afecta, y no vean de qué manera. Ahora bien, como la propia actividad política precisa de cierta estabilidad psíquica, es más común observar algunas personalidades algo «extremas» que la existencia de enfermedades mentales en sentido estricto. Harold Lasswell, pionero en la investigación de la psicopatología del político, definía a éste -al «homo politicus»- como un ser hambriento de poder, autoritario y dirigido sólo hacia sus propios intereses. En otros términos, un egoísta con marcados rasgos antisociales. Vaya por delante que no acepto la generalización de este concepto. Pero analicen a los corruptos y díganme si la definición es acertada. Eso sí, no hagan pagar a justos por pecadores, que este tipo de indeseables apenas son minoría.

Los rasgos narcisistas son los que en mayor medida describen la personalidad política. Entre los narcisos encontraremos a los padres de tantas promesas inviables. Y no piensen que mienten, ¡es que, en ocasiones, hasta se las creen! A puñados pueden contarse los políticos que todo lo saben, que prometen cambios espectaculares, de inconmensurable egolatría, radicalmente reacios a la crítica, traicioneros exterminadores de quienes les hacen sombra -ellos nunca se manchan las manos- y siempre encantados con la adulación de los inseguros. Ojito, que especímenes de este tipo abundan en todos los partidos. Sin excepción. Y, a mi juicio, son los que en verdad manchan la hermosura de la política. Porque la política, como la vida, es ciertamente bella.

Hablaba de los políticos inseguros o dependientes, elementos imprescindibles para el regocijo de antisociales y narcisistas. Como diría Cristo, a ellos hay que aplicarles aquello del «yo os perdono». Aquí no hay maldad sino miseria. No están en política por el poder sino por la necesidad de incrementar su autoestima. Pobre gente, entre cuyas aspiraciones se encuentra superar en el estatus social al Juan Cuesta de su comunidad de propietarios y, a ser posible, disponer de tarjetas y papel con membrete personal, que eso luce mucho. Como mecanismo de defensa, disfrazan su necesidad de supervivencia -hay que comer- con la supuesta disciplina de partido, siempre por encima de la lealtad personal.

Sitúense ante la pantalla, ejerciten el zapping y asistan el somnífero debate electoral de turno. Nuevo perfil. Ahí aparece ese histérico orador, con sus gritos y aspavientos, su cínica sonrisa y esa pinta de «dandy» embaucador. Suele ser también el encargado de despertarnos en aburridos mítines, alejándonos del abrazo de Morfeo. Dicen que es para exaltar a las masas. Y suelen triunfar ante una muchedumbre embravecida, que le responde al unísono con sus gritos y deseos, configurando una peculiar e histriónica orgía ideológica.

A mi humilde entender, la mayor parte de los casos descritos ya eran así antes de llegar a la política, en mayor o menor medida. El ejercicio de esta actividad suele reafirmar más estos rasgos, llegando a aportarles entidad patológica en muchos casos. Por cierto, no olvidemos añadir el paranoidismo, la suspicacia extrema que conlleva el cargo. Y es que, en este trabajo, ya saben que se aplica aquello de «líbreme Dios de mis amigos que de mis enemigos ya me libraré yo». ¡Como para fiarte de quienes te rodean!

Un caso curioso es el de los pasivo-agresivos o negativistas. Siendo un patrón de personalidad más típico de los políticos de la oposición («todo está mal»); es lamentable que se haya extendido entre algunos gobernantes. El victimismo, la pasividad y el resentimiento ante el éxito de otros, no son buenos compañeros de viaje para quien se dedica a la política. Menos aún cuando se intentan compensar atribuyéndose los logros que obtuvieron otros. Tiemblen ante políticos de estas características, por más que pidan confianza o hablen del cambio. Estos son los que paralizan a una sociedad, gobiernen o no.

Creerán que todo esto es una broma. ¡En absoluto! Hemos depositado nuestra confianza en ellos. Pero realmente no son ese producto del «photoshop» que vemos en los anuncios, tan sonrientes y cuasi perfectos. En la intimidad alguno puede creerse un dios pero, al fin y a la postre, tan humanos como cualquiera.

¿Y esto se cura? Tranquilos, que la propia experiencia me dice que suele ser pasajero y es posible bajar del Olimpo sin romperse una pierna. Por el momento, a superar la disforia electoral. Basta con recuperarse del estrés de las elecciones y ponerse a trabajar después de meses de sintomatología tan florida y manifiesta pasividad. Quienes sufran algunos de estos trastornos, empiecen por tomar conciencia de su problema. Y si alguno llega a tener responsabilidades en materia sanitaria, personalmente le agradecería que haga algo más por la salud mental de sus conciudadanos. Tal vez así nos beneficiemos todos.

Y esto último no es, en absoluto, una broma. No, señores.o