U n senador estadounidense, el pasado noviembre, publicó en The Wall Street Journal un artículo con el mismo título que el presente. Se refería a las élites de los Estados Unidos. Aquí también trato de luchas de clases realmente existentes, aunque de otro tipo. Son igualmente de los de arriba contra los de abajo. No son las imaginadas por ideologías como el marxismo que creen que las realmente existentes son las de los de abajo contra los de arriba, fenómenos mucho menos frecuentes aunque se han dado alguna vez en algunos momentos muy concretos, cosa que no hay que confundir con las retóricas «revolucionarias» que no pasan de retórica.

1. En primer lugar, y evitando el espejismo de los Estados, hay una lucha de clases de lo que se podrían llamar las élites a escala mundial, globalizadas, o la también llamada cosmocracia, contra el resto de la población del Planeta, ésta sí dividida en Estados y naciones. Se trata del grupo dominante a escala mundial, transnacional, relativamente bien organizado y con evidente conciencia de sus intereses y del modo de defenderlos, aunque su poder no es cierto que sea total: hay, evidentemente, conflictos internos y hay límites a la acción posible. Son, de alguna forma, los productores y sustentadores del «orden mundial». Parafraseando lo que decía el citado senador, esta cosmocracia se puede decir que vive en otro Planeta, en cualquier caso en otro mundo, con muy escaso contacto con el resto de sus habitantes, pero enzarzada en una lucha de clases contra todos los demás con tal de mantener sus privilegios y sin que, al parecer, les importe mucho el futuro de la Tierra. «Después de mí, el diluvio». Por lo visto, siempre ha sido así.

2. En segundo lugar, y puesto que los Estados sí que existen (y van a seguir existiendo mucho tiempo);, hay una lucha de los países centrales contra los países periféricos. La lógica de la cosmocracia es la de utilizar al Estado en función de sus propios intereses y, desde ese punto de vista, nada más lejos de la realidad que la supuesta «obsolescencia» de los Estados dentro del proceso de «globalización» definido más en términos ideológicos que empíricos: los países centrales han visto reforzadas sus estructuras estatales (ejércitos, policía, legislación más o menos represiva, vigilancia más o menos legal, violación de la intimidad, control de aduanas, control de fronteras en particular para el caso de los inmigrantes, defensa diplomática de «sus» empresas y demás);, incluso dentro de la Unión Europea. Al mismo tiempo, aconsejaban a los países periféricos el desmantelamiento del Estado o su conversión en «estado mínimo». Lo producido inicialmente por la colonización, es decir, por la incorporación forzosa de los territorios periféricos al funcionamiento del sistema en función de los intereses de las élites de los países centrales, fue mantenido durante la descolonización y la aparición del neocolonialismo. Después, se ha reforzado todavía más en la etapa de exaltación de la ideología neoliberal que los países centrales no han practicado con tanto entusiasmo como han impuesto a los países periféricos. Recientemente, ha llegado a su cénit en la etapa neoconservadora en la que se ha usado la «seguridad» como mecanismo para asegurarse la victoria en esta lucha. Lo que hacen los países centrales es mandar y lo que esperan de los periféricos es que obedezcan y, si no, se les castiga.

3. En tercer lugar está la hegemonía contemporánea de los Estados Unidos, cuyos efectos algunos autores han puesto de manifiesto. Así, por ejemplo, Noam Chomsky afirma que «en estos momentos mucha gente, tal vez la inmensa mayoría de la población del Planeta, ve a los Estados Unidos como la mayor amenaza para la paz en el mundo». Pero también George Soros, desde perspectivas diferentes y sin salirse de la ciudadanía estadounidense, está convencido de que «el mayor obstáculo para un orden mundial estable y justo son los Estados Unidos».

La hegemonía de los Estados Unidos es crucial para entender algunos problemas actuales y esto en varios sentidos. Ante todo, porque la agenda de sus élites se impone al mundo. Al fin y al cabo, lo que llamamos hegemonía no es otra cosa que la capacidad de imponer la satisfacción de los intereses de las propias élites al conjunto del sistema utilizando un mínimo de violencia. Pero también es crucial porque la historia del sistema mundial, por lo menos los últimos 500 años, es la lucha entre los países centrales por lograr esa hegemonía, generando así un conflicto estable de rivalidad que se ha ido resolviendo sucesivamente mediante el recurso a la violencia, que es el caso de las llamadas «guerras mundiales», es decir, guerras por la hegemonía entre países centrales. Finalmente, es crucial porque, desde diversos ángulos, se está afirmando la decadencia de la hegemonía estadounidense aunque no hay acuerdo sobre qué tipo de mundo sustituiría al (¿nuevo ); «siglo americano». La opción de la China no es creída mayoritariamente por las opiniones públicas de los Estados Unidos, Rusia, el Japón y la misma China, aunque sí por la opinión encuestada en la India. Johan Galtung se inclina por un mundo regionalizado. Otros, como Immanuel Wallerstein, por el colapso caótico del conjunto del sistema. Es también posible un retorno a una «guerra fría» entre Rusia y los Estados Unidos. El tiempo dirá. Pero, de momento, me parece que la otra lucha de clases ha terminado: Hemos perdido.

José María Tortosa es catedrático de sociología de la UA.