E staba pensando yo, el otro día, en la modificación sociológica que ha sufrido la sociedad española. Esta modificación es tan radical que supone una auténtica revolución. Me refiero, especialmente, al papel que las mujeres realizan hoy en día en la sociedad. Esas funciones en nada se parecen a las que realizaban no hace tanto y que, por regla general, se desenvolvían en el ámbito doméstico, sin otras expectativas que las que ofrecía el hogar y sin ningún planteamiento frustrante en relación con el desempeño de dicha función. Esa modificación sociológica ha tenido como protagonistas de excepción a las mujeres que, no hace tanto, cogimos el tren del cambio, nos subimos a él y ocupamos espacios sociales y laborales que habíamos tenido vetados a lo largo de muchos siglos, tantos como el número de siglos que suponen el transcurso de casi 2.000 años. La revolución que las mujeres hemos protagonizado ha tenido unos testigos de excepción: los hombres. Éstos en alguna ocasión han participado de manera activa en el cambio que muchas mujeres reclamábamos a gritos y otros, con ojos de incredulidad, miraron expectantes dicha transformación dejándose arrollar por ella, de tal manera que muchos de ellos quedaron «descolocados».

Y digo que muchos de ellos están descolocados por el hecho de que estos no saben exactamente cual es el papel que la sociedad quiere que desempeñen, especialmente en el ámbito familiar. En efecto hasta hace muy poco el papel del padre era clarísimo, pero el hecho de que, por ejemplo, «el padre» deba compartir, como dice el Código Civil, las tares domésticas, le quita «prestancia» y poder a la figura de «padre» tal como se configuraba en el siglo pasado. Así el Código Civil dice textualmente: «Los cónyuges... deberán, además, compartir las responsabilidades domésticas y el cuidado y atención de ascendientes y descendientes...». Esta norma deja muy claro que lo de ser hombre ya no es lo que era, pues es la propia norma la que les obliga, no sólo a vivir juntos, guardarse fidelidad y socorrerse mutuamente, sino que les impone la obligación de «compartir» tareas domésticas (y no dice «ayuda como un favor especial»);. Los hombres han sido educados en principios que se sustentan en los de la sociedad del patriarcado, es decir en el fomento de la masculinidad contraponiéndola a la feminidad. Así es muy conocida la frase que se decía y se dice a los niños: ¡los hombres no lloran!, frase esta que era tan convincente que los niños callaban, en contraposición a las niñas que si que podíamos hacerlo. Sólo recibían regalos de hombres, es decir, pistolas y guerreros, tirachinas y cosas por el estilo y se les vestía de azul frente a las niñas que iban de rosa y de azul ya que vestir de color rosa a un niño era algo impensable. Es decir, que los hombres, en general, se han encontrado con que todo lo que se les enseño no les sirve de nada en la actualidad.

Si a todo esto añadimos que a la mujer que emprende tareas que tradicionalmente eran desarrolladas por los hombres, se la considera como una mujer valiente, avanzada y con la cabeza bien amueblada y que al hombre que asume tareas que tradicionalmente realizaban las mujeres se le considera un «calzonazo» o incluso amanerado, debemos llegar a la conclusión de que los hombres lo tienen complicado ya que al menos deben preguntarse cual es la actitud que deben tener frente a esta nueva sociedad. En efecto, si durante 20 siglos las mujeres ocupamos el espacio del hogar, durante el mismo tiempo los hombres ocuparon los espacios restantes, de tal manera que conseguir el lugar exacto en un hogar igualitario, un hogar en el que, en el pasado, el padre era el poder en si mismo, es bastante complicado.

Carmen Galipienso Calatayud es secretaria judicial de la Audiencia Provincial.