L a foto de ayer en primera con la rueda doblada de la bici que te entraba por los ojos y el cadáver tapado detrás me retrotrajo indefectiblemente a dos semanas atrás en Berlín. Del aeropuerto a la ciudad pasamos por un puente enorme sobre un gran nudo ferroviario. No disponía de ningún centímetro de barandilla libre. De ella sujetaban cientos de bicicletas. La niña, que fue a recogernos y que lleva en Alemania desde octubre, decía: «No, papá, sí aquí con lo que hay que tener cuidado es con las bicis que cogen unas velocidades...». A la hora de estar en el apartamento pillado por interné, trasladé a la concurrencia: «¿No notáis algo raro ». Era la ausencia total de ruido. Nos encontrábamos en Invaliden, una calle que prácticamente nace en la nueva estación central y con una facultad enfrente pero que, entre lo apuntado y la protección pensando en el frío, consigue que uno esté aislado en pleno bullicio. Con el paso de los días comprobaríamos que, en el centro, habitaba la misma pinta. Pocos coches, mucha vida, bastante relax. De vacaciones también se estresa uno, y más en grandes ciudades y con esa nomenclatura, pero en absoluto. Y, todo lo que cuento, suma. Se mueve en bici gente de todas las edades y llama la atención que se produzca en un sitio que cuenta con una dimensión descomunal. Influye, sin duda, que la ciudad es llana y que está repleta de alemanes. Esto es importante, aunque no es todo. También juega a favor de manera decisiva el que el transporte público funcione como Dios manda y no como en esta tierra nuestra donde parece que cuando se realiza alguna mejora es que te están haciendo un favor tremendo a pesar de que se lleve a cabo con tu dinero. Al haber en Berlín tantos protestantes como católicos, igual es que Dios está más pendiente. Va a ser eso.