Opinión | Oído, visto, leído
Au revoir, Paul Auster
Como si fuera un argumento de cualquiera de sus libros, Paul Auster engañaba a todo el mundo haciéndose pasar por un escritor americano al que le gustaba Europa, cuando yo siempre creí que era un parisino de alta cuna que se había ido a vivir a Estados Unidos. Espigado, anguloso y atractivo, la verdad es que era americano, pero fue adoptado por España y por Francia, a donde vino en muchas ocasiones: desfiló como legionario de honor por los Campos Elíseos y también ejerció de príncipe en Asturias. Seguro que Auster intentó explicar a sus vecinos de escalera del barrio de Brooklyn a quién se da la Legión de Honor, o por qué tocan tanto la gaita en Asturias, pero con poco éxito.
En los años 90 fue una especie de figurón mundial de la literatura que destilaba elegancia y cercanía a partes iguales, allá por donde pasaba. Hubo algunas semanas e incluso meses que parecía que el escalafón mundial de la escritura estaba conformado por Auster, Vargas Llosa, y poco más. Caía bien, gustaba, y era uno de esos americanos -como Woody Allen- que se adoptan en sociedades con fuertes ramalazos antinorteamericanos, como la española o la francesa. Por fastidiar, más que nada.
Y a pesar de esa imagen de cantante de grupo de rock maldito con ínfulas, lo que de verdad hacía bien Auster -aparte de irse de joven a París, vivir en Brooklyn, ser el guionista de Smoke o casarse con una rubia alta e inteligente- era escribir. Paul Auster escribió un montón de novelas que merecen la pena. Argumentos universales que hablan de las consecuencias del amor, de las obligaciones de la familia, de la importancia de los amigos. De la memoria, de la soledad, de la vejez. De los tiempos del invierno pero también de los del verano, del azar y la casualidad. Sus novelas tienen intriga y misterios, realidad y ficción, poso y sustancia (seguramente el de escritor es uno de los oficios más raros y difíciles del mundo: te sientas solo, en una mesa, con un folio y un bolígrafo, día tras día, a ver qué sale. Sin hacer networking. Sin tener feedback. Sin nadie con quien comentar la jugada. Y resulta que estos ermitaños te muestran dilemas que no ves, te enseñan cosas que no sabes, te cuentan verdades que no se te olvidan. No me explico cómo lo hacen. Auster era de esos. Y encima, alto e interesante).
En Leviatán, uno de sus mejores libros, hay una frase en la que uno de los personajes define lo que para él es la amistad: «Él me apoyó cuando estuve borracho. Yo le apoyé cuando se volvió loco. Ahora, nos apoyamos mutuamente». Grande Auster.
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