Opinión

Una «catedral» llamada Teatro Principal

Una «catedral» llamada Teatro Principal

Una «catedral» llamada Teatro Principal / JustoRomero

Artistas en plenitud. Gil Shaham (1971) y Gerhard Oppitz (1953). El violinista estadounidense y el pianista bávaro llegaron a Alicante, a la programación sibarita de su Sociedad de Conciertos, configurados como único y unitario instrumento camerístico. A tal punto llega la simbiosis estética y vital de estos dos intérpretes arraigados en carreras deslumbrantes cargadas de ejemplaridad y acontecimientos. Shaham, que deslumbró a todos en sus años mozos, cuando en el cambio de milenio era el violinista de cabecera de Claudio Abbado y Deutsche Grammophon, sigue siendo el artista absoluto que fascina por su sonido, fraseo y contagioso modo de dar vida a la partitura y hacer partícipe de ella al público, al que, en la ceremonia del recital, convierte casi en co-intérprete. Oppitz, que ha bebido de las mejores fuentes, de Kempf en Positano o de Arrau, es un coloso que lo ha tocado todo, siempre con los máximos estándares de exigencia artística.

Uno y otro volcaron esa maestría y veteranía en un recital de penetrante calado, exigente por su contenido artístico y exigencias virtuosísticas. Qué voló desde el romanticismo incandescente de las primeras sonatas de Schumann y Brahms, a la desazón implacable del Shostakóvich postrero de su única sonata para violín, escrita en 1968 y estrenada un año después por su dedicatario, David Oistraj. Como el legendario violinista soviético nacido en Odesa, Shaham tiene el don de aprehender la complicidad del oyente. Su violinismo subyugante se torna fiel ideal entre compositor y escuchante. La pasión del Schumann de la Sonata en la menor, cuyo movimiento inicial se percibe como antecedente de la de César Franck, fue trasladada como algo que se hiciera materia sonora por sí misma. Tal es el protagonismo absoluto que Shaham, con la complicidad del teclado de Oppitz, confiere a la obra de arte. Ni un exceso ni una carencia en una versión redonda en la que, como dicen que Mozart replicó al impertinente Emperador José II tras el estreno de El rapto en el serrallo, «ni falta ni sobra una sola nota».

El mismo vigor, la misma templanza y pasión lírica volcaron en la Primera sonata de Brahms, en la que el piano fulgurante y preciso de Oppitz se nutrió del impulso de Shaham tanto como el violín se retroalimentaba del vigor inspirador del piano, como corresponde a un verdadero dúo, que nada tiene que ver con dos músicos que tocan juntos. El brahmsiano fraseo del Adagio, como luego en el final lento e hipnótico, que conduce al silencio absoluto, fueron momentos cumbres de un recital todo él en la cúspide del más profundo arte interpretativo. El colofón perfecto de este programa cargado de sustancia y sentires llegó en la segunda parte, con una vivencia -que no lectura- de la Sonata de Shostakóvich tan intensamente vivida en el escenario como desde el público, maravillosamente silencioso, maravillosamente cómplice, que colmaba la platea y los primeros palcos del azulado Teatro Principal, convertido el lunes, por obra y arte de Shaham, Oppitz y la Sociedad de Conciertos, en la mejor catedral imaginable de la música de cámara.