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Soledades

El presidente era la viva imagen de un hombre abrumado. Cósmicamente abrumado

En estos días (qué se yo por qué, quizás porque el mar me mira menos, o porque me ha dolido más la reiterada aspereza de la desconsideración, o porque se me ha desangelado algún adjetivo y ya no he sabido reanimarlo), el cuerpo me ha pedido reiteradamente soledad y silencio, seguir, ya saben, “la escondida senda que han seguido”, etcétera. El cuerpo, quizás mejor el ánimo, me empuja a buscar una situación de equilibrio y paz, una como la que viví hace ya algunos años en Santillana del Mar, ese lugar donde es posible reencontrar el medievo, sus historias de señores y doncellas, de familias y poder, reverberando por las esquinas. El milagro se dio en el Claustro de Santa Juliana. Aquel claustro no es que sea de otro tiempo, es que está en otro tiempo. Debe quedar como a ocho siglos de aquí. Allí tuve la certeza de que si, de repente, arrojaba al exterior un jarrón, al salir a recoger sus restos tendría arqueología. Debe ser cosa de esa conjunción invencible, la de la soledad y el silencio. Nada conserva mejor. Sólo, tal vez, el hielo, que es soledad y silencio en estado sólido.

Viene todo esto a cuento pensando en que tal vez se encuentre en similares anhelos Pedro Sánchez, que hoy nos va a contar si hay elecciones y cuándo. He mirado con atención las fotos de su salida del Congreso el miércoles, después de que le echasen al fuego sus presupuestos y sus planes de continuidad monclovita. Era la viva imagen de un hombre abrumado. Cósmicamente abrumado. Y entre tanto, el resto del país pendiente de él y de sus decisiones, que nos afectarán a todos en mayor o menor medida.

De nada le sirven a Sánchez, como a nadie, la amistad y el amor, si es que los conoce. El amor o la amistad son sentimientos acogedores, pero nunca cobijan completamente y a la menor brisa nos descubrimos en la crudeza de la intemperie. En las decisiones importantes, en los momentos de crisis, en la angustia y la desesperación, sólo hay ese tipo de soledad completa, rotunda, absoluta, que en nada se parece a la que sana, sino que amarga y envenena.

Decía el casi olvidado poeta Pedro Garfias que “la soledad que uno busca/ no se llama soledad./ Soledad es el vacío/ que a uno le hacen los demás”, pero a lo que se refiere el poeta es, más bien, al abandono. El poema, por esos caprichos que a veces tiene el idioma, queda bien para cantarlo por soleá, que es palo amargo y ancho que duele más allá de la garganta y del pecho, como todas las soledades o lo que a ellas nos lleva.

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