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Continuamos en campaña

Yo estoy seguro de que Pedro Sánchez y su entorno piensan que ha valido la pena este goce de efímero gobierno. Y probablemente no se equivocan. Primero está, por supuesto, la propia condición presidencial. Sánchez ya es presidente, es decir, no carece de verosimilitud para serlo, como le ocurría hace un par de años. Segundo: gobernar -deslizarse por una escenografía de grandes gestos chiquitos y sentida palabrería precocinada -- le ha permitido ser referente del centroizquierda en el país mientras se ahondaba la crisis larvada de Podemos y el errojonismo, esa insignificancia, implosionaba la organización comunistoide.

Ahora recuperará parte del voto socialista que se agarró a la coleta de Pablo Iglesias en el pasado y, gracias a eso, puede rondar el centenar de diputados. A continuación, por supuesto, está la hambrienta idiotez de Albert Rivera y su errónea convicción de que un partido puede estar pescando apoyos a un lado a otro interminablemente y sin consecuencias. No.

Un catch-all party solo tiene unos años de gracia para actuar así y después debe medir cuidadosamente el equilibrio entre líneas rojas. El trasvase de votos del PSOE a Ciudadanos se ha detenido casi del todo. Por último, lo de Cataluña. Sánchez ha llegado donde sabía que podía llegar. Es muy probable que gente de su equipo pensara, de buena fe, que los independentistas quizás fueran unos doctrinarios, pero no unos zoquetes obcecados en su propia mitología sobrevenida. Se equivocaron.

En todo caso, la guillotina del PDECAT y ERC al proyecto presupuestario para 2020 le puede conferir a Sánchez un aura de martirologio democrático. El hombre que lo intentó todo, pero sin traicionar la unidad territorial de España. Es una nueva forma de centralidad: entre la derecha y los independentistas estoy yo, la esperanza blanca del progresismo constitucionalista español, que defendió con ardor guerrero el presupuesto más social desde Colbert. O desde d'Artagnam.

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