Información

Información

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

El silencio de los corderos

Cuando el historiador inglés Lord Acton proyectó hacia la posteridad, hace ya siglo y medio, su célebre aforismo: «El poder tiende a corromper y el poder absoluto corrompe absolutamente» probablemente ignoraba que, tanto tiempo después, su reflexión iba a disponer, al menos en España, de una aplastante e indiscutible vigencia, de tal manera que, si la difusión del eslogan generase derechos de autor, su creador hubiera disfrutado de una envidiable renta.

Basta con ejercitar la memoria o repasar las hemerotecas para comprobar que, desde hace ya demasiados años, el barro de la corrupción viene emponzoñando buena parte de la vida pública española, de tal manera que la sociedad se ha acostumbrado ya a la presencia de este estigma intolerable y convive -entre la resignación y el cinismo- con su compañía, como si ya formase parte del paisaje habitual de este país. Y han sido esta connivencia y la lentitud de nuestro sistema judicial los factores que engendraron la insultante sensación de impunidad con la que se fueron creciendo los ambiciosos carentes de escrúpulos.

La permanencia entre nosotros de este pernicioso ecosistema explica la multiplicación de los llamados casos de corrupción en los que la alianza entre cargos públicos y determinados intereses económicos, a través de oscuras e ilegales tramas, enriquece a unos cuantos, envilece a otros tantos y despelleja el llamado bien común. La acumulación en el tiempo de docenas y docenas de estas negras historias dibuja ya una pandemia sociopolítica que genera, en buena parte de la ciudadanía, una clara desafección hacia el quehacer político.

Y es en este ecosistema donde se inserta el «fenómeno Zaplana» que acapara en estos días la atención social y la de los medios de comunicación, muy especialmente en la Comunitat Valenciana y si hay una coincidencia que unifica las primeras reacciones del personal ante la noticia de su detención y encarcelamiento es la sensación de su inevitabilidad, resumida en frases de este tenor: «Esto se veía venir», «Era cosa sabida» y similares. Más allá de primeras impresiones, serán los tribunales los que establezcan la existencia o no de conductas delictivas y su sanción si hubiera lugar, pero de la evocación de sus andanzas en el escenario de la política se deduce la convicción de que pistas, huellas o indicios de un estilo «peculiar» de comportamiento en la vida pública había en cantidad. Su misma llegada a la Alcaldía de Benidorm o su célebre conversación con Boro Palop descubrían, sin veladuras ni eufemismos, a un personaje dispuesto a llegar a lo más alto, sin prejuicios ni dudas conceptuales. A este respecto recuerdo una anécdota que refleja su peculiar manera de encajar la disidencia. En una mesa redonda celebrada, hace ya bastantes años, en el Club del diario INFORMACIÓN, de Alicante, uno de los ponentes (creo que se trataba de Eugenio Burriel) aludió al modo en que Zaplana había llegado a la Alcaldía de la ciudad alicantina. No emitió opinión alguna, sólo era un dato. Inmediatamente, con sólo oír aquella alusión, Eduardo Zaplana se levantó de su asiento y abandonó la sala, dejando plantados a los asistentes que llenaban el local. Aquel atisbo de intolerancia, quizá irrelevante, revelaba, en cambio, la armadura mental de quién no estaba dispuesto a aceptar ni el más leve arañazo crítico en su imaginada biografía.

Bien pronto se comprobó que aquel gesto de intransigencia era sólo un aperitivo, un anticipo, de cómo asumía Eduardo Zaplana cualquier anotación o discurso crítico que cuestionara su tarea como gobernante. Y bien que lo supimos en esta casa, en Prensa Ibérica y en sus dos diarios en esta Comunidad, INFORMACIÓN y Levante-EMV. Como se ha escrito en estos días, él gobernó con mano de hierro este territorio durante siete años; tuvo en sus manos un poder enorme, un poder casi absoluto. Tanto poder le cegó y dio la impresión de que se sintió invulnerable, estimulado, tal vez, por los centenares de aduladores, interesados palmeros, a tanto la hora, entre los que no faltaron numerosos y obsecuentes compañeros de nuestro oficio que combinaban, en su devaneo con el poder del zaplanato, el culpable silencio ante sus atropellos con el cínico «¡Viva Cartagena!» y el «¡Marcial, eres el más grande!». Fueron siete años duros para esta casa y para sus profesionales, siete largos años en los que sentimos la mordedura de la soledad. Éramos incómodos para el poder y el poder respondió con dureza. El faraonismo triunfante no admitía réplicas. Éramos la «locomotora de Europa», una auténtica terra mítica, plena de prosperidad. Poner obstáculos en esa hoja de ruta hacia la gloria era elegir el papel de aguafiestas, de cascarrabias, de poco valencianistas o alicantinistas cuando no aparecer como servidores de cualquier confabulación antipatriótica. La respuesta, contundente y variada, consistía en intentar aislarnos, soportar groseras discriminaciones informativas o de publicidad institucional, con cuyas normas los vicarios de Zaplana hacían pajaritas de papel; suponía, asimismo, el ninguneo institucional o el boicot a cualquier convocatoria de nuestros periódicos. Al mismo tiempo, en paralelo a estos «senderos de gloria», el gobierno de Eduardo Zaplana modificaba la ley que regulaba las Cajas de Ahorro y éstas pasaban a convertirse en banqueros de despropósitos y quimeras, con un final ya conocido, la Ciudad de la Luz entraba en la oscuridad del fracaso económico, «Terra Mítica» acabó en el tanatorio financiero y así un largo y triste catálogo de derroches, compatibles con los escándalos de las ITV, el reparto de concesiones en el Plan Eólico o los millones que nos costó que Julio Iglesias piropeara al Molt Honorable llamándole «campeón».

Aquellos episodios, ahora lejanos, nos llevaban a la convicción de que Eduardo Zaplana jamás entendió el reparto de papeles, en una sociedad democrática, entre el poder político y una prensa libre. Este error, en un análisis viciado, le impidió hallar una solución razonable a esta ecuación, y le llevó a embarcarse en una auténtica persecución contra dos cabeceras que resistieron la prepotencia del poder gracias al coraje de sus profesionales y al apoyo de un grupo editorial que creía de verdad en la independencia.

Hay que señalar que la densa peripecia política de Eduardo Zaplana no hubiera sido posible sin la colaboración o el silencio culpable de otros muchos agentes. No se trató de un «lobo solitario», ni mucho menos. Como señalan las investigaciones tuvo sus interesados cómplices, beneficiarios de sus decisiones unos, aduladores por afición otros. Disfrutó de importantísimos contactos, realmente transversales, que le vinieron de personajes de otras latitudes ideológicas y de importantes medios de comunicación. «La irresistible ascensión» de Eduardo Zaplana disfrutó de múltiples apoyos, muchos de los cuales festejan, ahora, con desvergüenza, el momento de su ocaso político. A su alrededor, el hoy defenestrado tejió una extensísima red de silencios, consiguió que relevantes sectores de la sociedad valenciana mirasen para otro lado, concordantes algunos y atemorizados otros frente a un poder enorme que exhibía su fuerza de manera implacable. En la evocación de aquel tiempo de «sonoros silencios» muchos de los que eligieron esta actitud deberían ejercitar la escasa virtud de la autocrítica.

Los acontecimientos vividos en estos días, cuando los hechos parecen conciliarse con nuestra brega periodística, me han impulsado al recuerdo de aquellos tiempos pasados, sin que esta reflexión retrospectiva contenga ni un ápice de acritud ni revancha. Lo he explicado estos días de intenso «tráfico telefónico»: hacia el ser humano, consideración y, en los imaginados momentos de amargura actual, comprensión y respeto. Nuestra historia acabó hace ya dieciséis años y no hay lugar para el rencor ni para el resentimiento. Otra cosa es conservar la memoria de una inolvidable pelea por la libertad y los silencios que la acompañaron.

Lo último en INF+

Compartir el artículo

stats