Tengo un espacio reservado a Elche en mi corazón. Ambienta buena parte de mi niñez y adolescencia su fiera luz y la sombra de sus palmeras. A la orilla del Vinalopó, frente al Palacio de Altamira, vivimos tres de las cuatro ocasiones que mi padre dirigió al Elche. El puente de Canalejas o el de Altamira tenía que cruzarlos para ir y volver del colegio. En el Parque Municipal he corrido y jugado con mis amigos. La Basílica, la Glorieta, la Plaza de la Fruta, la Calahorra, la Mercè, el Huerto del Cura, están en mi memoria. Estas frases las firman cualquiera de mis hermanos. Desde entonces una Dama de Elche preside el salón de su casa. Yo, además, tengo la fortuna de volver a Elche semanalmente por mi actual trabajo.

Recuerdo lo orgulloso que se sentía mi padre, a los cuatro días de llegar en el año 76, de haber inaugurado el magnífico Nuevo Estadio, ante la Selección de México. Ese estadio luego llamado Martínez Valero, el gran presidente que le dio esa oportunidad. Siempre se encontró muy cómodo en la ciudad. Hizo amigos y entabló relaciones muy cordiales y duraderas con la gente del club, con periodistas y con su afición.

El cariño que mi padre ha sentido siempre por parte del aficionado ilicitano ha superado con mucho las alegrías que el futbol les ha deparado, aunque no tantas como a él le hubiera gustado dar a esta afición. Estoy seguro que allá desde donde esté, el partido de hoy lo dirigirá desde ambos banquillos, deseando ganar.